Quant a L'aQuiTàNia"eL CaféBaBeL"

L'aQuiTàNia"eL CaféBaBeL":

Un lloc a on poder reunir gran part dels pensaments Universals de l'historia de l'Humanitat que s'anirant publicant i que es podran trobar a l'arxiu de L'Aquitaniteca a mes de afeigir textes en forma d'assajos principalment tan personals com de tots aquells que hi vulguin colaborar. Per altre banda L'Aquitània espera ser un Café virtual a on els amics i visitants puguin lliurement deixar la seva empremta
. Sense cap dubte un lloc per la diversitat de pensament i pensat per l'enteniment de tothom en llibertat. Sigueu tots benvinguts :


" Déu i llibertat"


Sorin Mircea Ciccerone_________________________

martes, 23 de junio de 2009

El Hedonismo



EL HEDONISMO

Grado: 8 a - Área: ética y valores
Envigado
2002

Introducción

- El dolor, al igual que el placer son componentes esenciales de las experiencias que vive cualquier ser humano.

- El dolor, en cualquiera de sus facetas, físicas o espirituales es fácil de reconocer. Todas las personas tratan de evitar cualquier manifestación de dolor, aunque hay que anotar que existen excepciones como los masoquistas, o los santos que se purifican a través del dolor.

- El placer es otra cosa, podría decirse que todos los seres humanos lo buscan aun enfrentando riesgos.

- Con esta investigación pretendemos acercarnos al conocimiento del concepto del placer en sus diversas manifestaciones.

- Desarrollo :Empezaremos por determinar el concepto de hedonismo. Según la real academia española de la lengua , hedonismo es la doctrina que considera el placer como el fin de la vida, por lo que se deduce que los seres humanos deberíamos dedicarnos exclusivamente a vivir en su eterna búsqueda.

- En la Grecia antigua se formularon las primeras teorías sobre el placer. En la primera se plantea que los deseos personales se debían satisfacer de inmediato sin importar los intereses de los demás, por su puesto esta teoría es egoísta y arbitraria y obviamente no conduciría a nada bueno. A demás. Esto nos lleva a pensar, que quien así actúa terminara por convertirse
en un ser monstruoso que de seguro debe sucumbir a sus bajos instintos, esta teoría fue expuesta por un grupo llamado los cirenaicos.

- La segunda doctrina, formulada por los epicúreos o hedonistas racionales, seguidores del filosofo epicúreo de samos quien vivió en Grecia entre el 341 y el 270 a.c.

- La doctrina que predico epicúreo de samos, ha sido tergiversada a través de la historia, hasta el punto de que algunos lo toman como un libertino mientras que otros lo consideraron una faceta.

- Epicúreo consideraba que la felicidad consiste en vivir en continuo placer. Porque para muchas personas el placer es concebido como algo que excita los sentidos. Epicúreo considero que no todas las formas de placer se refieren a lo anterior, çpues lo que excita los sentidos son los placeres sensuales. Existen otras formas de placer que según el se refieren a la ausencia de dolor o de cualquier tipo de aflicción. También afirmo que ningún placer es malo en si, solo que los medios para buscarlo pueden ser el inconveniente o el riesgo o el error.

- Existen escritos del filosofo y de sus seguidores que nos muestran sus doctrinas” entre los deseos, algunos son naturales y necesarios, algunos naturales y no necesarios y otros ni naturales ni necesarios, solo consagrados a la opinión vana”.
La disposición que tengamos hacia cada uno de estos casos determina nuestra aptitud para ser felices o no.
- Dentro de los deseos naturales y necesarios encontramos las necesidades básicas físicas, como el alimentarse, calmar la sed, el abrigo y el sentido de seguridad.
Dentro de la clase de naturales e innecesarios están , la conversación amena, la gratificación sexual, las artes, etc. Dentro de los placeres innaturales e innecesarios están la fama, el poder político, el prestigio, etc. Epicúreo formulo algunas recomendaciones entorno a todas estas categorías de deseos así: Debemos satisfacer los deseos naturales necesarios de la forma mas económica posible.
Podemos perseguir los deseos naturales innecesarios hasta la satisfacción de nuestro corazón, no mas halla. No debemos arriesgar la salud, la amistad, la economía en la búsqueda de satisfacer un deseo innecesario, pues esto solo conduce a un sufrimiento futuro.

Hay que evitar por completo los deseos innaturales innecesarios pues el placer o satisfacción que estos producen es efímero. La filosofía epicúrea gano un gran numero de adeptos. Fue una importante escuela de pensamiento que perduro por 7 siglos después de la muerte de su creador. Hacia la edad media decayó y fueron destruidos muchos de sus escritos. Sin embargo hoy existen remanentes de esta doctrina que han sido compilados y difundidos por el mundo.
Los epicúreos sostenían que el placer verdadero es alcanzable tan solo por la razón. hacían hincapié en la virtudes del dominio de si mismo y de la prudencia. En los siglos 18 y 19 los filósofos británicos jeremy benthan, james mill y jhon stuart mill hicieron la propuesta de una doctrina universal mas conocida como utilitarismo. Según esta teoría el comportamiento humano debe tener como criterio final el bien social. Hay que guiarse moral mente buscando todo aquello que proporciona y favorece el bien estar de un mayor numero de personas.
Conclusiones Después de analizar el documento sobre el hedonismo hemos llegado a las siguientes conclusiones : Todos los seres humanos hemos nacido con la posibilidad de experimentar placer. El placer no es bueno, ni malo, simple mente existe. Lo bueno o lo malo del placer reside en como se busca y hasta donde llega. Todos los extremos son inconvenientes, el exceso de placer se convierte en vicio. El placer no es sola mente la gratificación sensual o sexual como piensan la mayoría de las personas. Hay placeres tan simples y deliciosos como comerse un pedazo de torta, o mirar la ultima alineación planetaria. Existen placeres que ala postre traen infelicidad, insatisfacción o contra tiempos, por ejemplo la popularidad o la fama. El mayor placer para el genero humano debe girar entorno del servicio de los demás. Si aprendemos a distinguir verdadera mente lo que es placer, podremos vivir muchos momentos de felicidad.

Bibliografía:
Encarta 2002 todos los derechos reservados
http://www.geogle.com/

lunes, 8 de junio de 2009

Ensayo y fuga de la Resistencia de Ernesto Sabato


Ensayo y fuga

sobre el Capitulo III de

"la Resistencia"
de Ernesto Sabato

Llevo días leyendo a ratos el libro "La resistencia" de Ernesto Sabato, (un maestro). En su libro él hace una reflexión profunda, sobre la deshumanización de nuestro modelo de sociedad actual.

Globalización y antisistemas. Sumamente interesante, sobretodo el tercer ensayo en forma de carta a un amigo dedicado al "Bien y el mal". A los ancianos nuestros, a los que nos dejaron en nuestra niñez, pubertad y juventud. A los muertos prematuros y a los recuerdos vagos y lejanos de abuelos o bisabuelos, de los que no pudimos más que beber de su sabiduría un ínfimo ratito en nuestra vida.

Yo tengo la suerte o la desgracia de haber perdido a mi padre con tan solo 9 años, del que casi no me acuerdo. Y a mi gran puntal, a mi grande, a mi espejo, mi adrenalina, mi reflejo: A mi abuelo Enrique que a los 17 años de mi vida me dejó. Que inmenso era mi abuelo y cuantas cosas me enseño ese Bisbalenc (La Bisbal del Empordá) que llevo en mis venas. La tramontana de Dalí i Pla, el espíritu de aventurero del chico de pueblo que fue cámara de cine a primeros de siglo y luego marchó a la gran ciudad. Se ligó a los ojos azules más a los ojos azules bonitos del baile, a la más chula, a la mejor bailarina... (Mi abuela Josefa).

Formo una familia mientras Lorca empezaba a escribir versos en su Granada divina...Entonces vino la Guerra. Mi tío nació en un bunker de Barcelona, mientras mi abuelo luchaba en el Ebro, mi padre lloraba de miedo, de pánico sin pomo de puerta en donde agarrarse, el grande mi abuelo saltaba de agujero de bomba en agujero que dejaban los proyectiles de los aviones nacionales. Dos bombas no podían caer exactamente en el mismo sitio, eso me decía, era el único modo de salvar la vida. La suya y la de los suyos.

Su hijo que nacía, su hijo que lloraba y su esposa, con un valor y un miedo y un... Que nunca quiso contar. Tuve el honor de disfrutarlo tan solo 17 años... Un grande.

A su manera levanto un imperio e hizo una buena fortuna... Todo eso me hace estar aquí, en un bar de barrio escribiendo de corrido, sin corregir apenas en mi libreta, llorando mientras la gente habla y toma café. Ni los veo, porque no levanto la cara de mi bloc de notas, pero los siento y presiento.

Pero, vayamos a buscar lo positivo, lo que nos toca, los cercanos de cada uno, lo que hemos vivido en nuestras respectivas vidas y hagamos también un homenaje a los abuelos y padres de cada uno que seguro son brutalmente excelentes.

Ahora pues un homenaje a los nuestros, a los escogidos, ha nuestros amigos caídos: - Drogas, sida, mala suerte. Los pata negra, los "carpe diem" que sin suerte o sin cabeza... Los Antonio’s de nuestra juventud. Disfrutaron por supuesto: Trompetas de puta madre, birra, litronas, mucho rock y adrenalina, pero el precio que se paga es siempre demasiado alto. Rotos y descosidos que hunden madres, padres y familias. Nosotros que lo hemos vivido: El hard-rock, las bandas, los mítines de los descamisaos, algunos la uní y sus fiestas, litronas y petas, la sangre hirviendo de adrenalina, de energía en estado puro y a tope, entreguemos un poco de todo eso a nuestra sociedad, a nuestros hijos, a los que creen que eso es tan solo la vida y no tan solo una parte de ella! Mirad atrás ¡ y mirad ahora hacia delante, desde los años 50 mas o menos o seguramente antes.

Mirad por ejemplo al gran Ray Charles, era heroinómano, maltrataba a su esposa y trato a su familia como perros, mientras nosotros hervimos cuando escuchamos su "What I'd say", brutal improvisación por cierto o partimos a morir de tierra y patria clama con su himno a Georgia: ¡Es nuestra elección!, seguimos aquí, en ingles "our choice"... ¡Choice rigth, choice cool! y enseñemos a nuestros hijos que las cosas existen pero que muchas son mucho mejor no montarlas porque son tan difíciles de domar que o te tiran o te matan sin piedad. ¡Que suene: "No montes ese caballo" de Miguel Ríos. No me refiero tan solo al "jako", sino a todo, a los que murieron, sea en música o en cualquier otra faceta de la vida, colegas que murieron en la bañera o haciendo calle en el Raval con tan solo 27 años...

Que guapa era, la segunda mejor amiga de mi primer ex-mujer Teresa, no pudimos salvarla... Corríamos, el marido de la mejor amiga de Tere y yo juntos, mientras nuestras parejas nos esperaban en un bar, muertas de pena y de miedo. Corrimos tras ese puto chulo hijo de la gran puta con todas nuestras fuerzas, hasta que la perdimos, no pudimos entrar en el garito, demasiado miedo. Se que no pudimos hacer más, nada hay a hacer contra el libre albedrío, al mes la enterraban...

Es nuestra decisión, enseñar a los nuestros la elección correcta, a Las gentes de alrededor, a los amigos... Un beso muy grande. Sereno ya,


miércoles, 27 de mayo de 2009

El Mito de la Caverna - Platon

El mito de la caverna (República, VII)
El libro VII de la República comienza con la exposición del conocido mito de la caverna, que utiliza Platón como explicación alegórica de la situación en la que se encuentra el hombre respecto al conocimiento, según la teoría explicada al final del libro VI.

El mito de la caverna

I - Y a continuación -seguí-, compara con la siguiente escena el estado en que, con respecto a la educación o a la falta de ella, se halla nuestra naturaleza. Imagina una especie de cavernosa vivienda subterránea provista de una larga entrada, abierta a la luz, que se extiende a lo ancho de toda la caverna, y unos hombres que están en ella desde niños, atados por las piernas y el cuello, de modo que tengan que estarse quietos y mirar únicamente hacia adelante, pues las ligaduras les impiden volver la cabeza; detrás de ellos, la luz de un fuego que arde algo lejos y en plano superior, y entre el fuego y los encadenados, un camino situado en alto, a lo largo del cual suponte que ha sido construido un tabiquillo parecido a las mamparas que se alzan entre los titiriteros y el público, por encima de las cuales exhiben aquellos sus maravillas.

- Ya lo veo-dijo.

- Pues bien, ve ahora, a lo largo de esa paredilla, unos hombres que transportan toda clase de objetos, cuya altura sobrepasa la de la pared, y estatuas de hombres o animales hechas de piedra y de madera y de toda clase de materias; entre estos portadores habrá, como es natural, unos que vayan hablando y otros que estén callados.

- ¡Qué extraña escena describes -dijo- y qué extraños prisioneros!

- Iguales que nosotros-dije-, porque en primer lugar, ¿crees que los que están así han visto otra cosa de sí mismos o de sus compañeros sino las sombras proyectadas por el fuego sobre la parte de la caverna que está frente a ellos?

- ¿Cómo--dijo-, si durante toda su vida han sido obligados a mantener inmóviles las cabezas?

- ¿Y de los objetos transportados? ¿No habrán visto lo mismo?

- ¿Qué otra cosa van a ver?

- Y si pudieran hablar los unos con los otros, ¿no piensas que creerían estar refiriéndose a aquellas sombras que veían pasar ante ellos?

- Forzosamente.

- ¿Y si la prisión tuviese un eco que viniera de la parte de enfrente? ¿Piensas que, cada vez que hablara alguno de los que pasaban, creerían ellos que lo que hablaba era otra cosa sino la sombra que veían pasar?

- No, ¡por Zeus!- dijo.

- Entonces no hay duda-dije yo-de que los tales no tendrán por real ninguna otra cosa más que las sombras de los objetos fabricados.

- Es enteramente forzoso-dijo.

- Examina, pues -dije-, qué pasaría si fueran liberados de sus cadenas y curados de su ignorancia, y si, conforme a naturaleza, les ocurriera lo siguiente. Cuando uno de ellos fuera desatado y obligado a levantarse súbitamente y a volver el cuello y a andar y a mirar a la luz, y cuando, al hacer todo esto, sintiera dolor y, por causa de las chiribitas, no fuera capaz de ver aquellos objetos cuyas sombras veía antes, ¿qué crees que contestaría si le dijera d alguien que antes no veía más que sombras inanes y que es ahora cuando, hallándose más cerca de la realidad y vuelto de cara a objetos más reales, goza de una visión más verdadera, y si fuera mostrándole los objetos que pasan y obligándole a contestar a sus preguntas acerca de qué es cada uno de ellos? ¿No crees que estaría perplejo y que lo que antes había contemplado le parecería más verdadero que lo que entonces se le mostraba?

- Mucho más-dijo.

II. -Y si se le obligara a fijar su vista en la luz misma, ¿no crees que le dolerían los ojos y que se escaparía, volviéndose hacia aquellos objetos que puede contemplar, y que consideraría qué éstos, son realmente más claros que los que le muestra .?

- Así es -dijo.

- Y si se lo llevaran de allí a la fuerza--dije-, obligándole a recorrer la áspera y escarpada subida, y no le dejaran antes de haberle arrastrado hasta la luz del sol, ¿no crees que sufriría y llevaría a mal el ser arrastrado, y que, una vez llegado a la luz, tendría los ojos tan llenos de ella que no sería capaz de ver ni una sola de las cosas a las que ahora llamamos verdaderas?

- No, no sería capaz -dijo-, al menos por el momento.

- Necesitaría acostumbrarse, creo yo, para poder llegar a ver las cosas de arriba. Lo que vería más fácilmente serían, ante todo, las sombras; luego, las imágenes de hombres y de otros objetos reflejados en las aguas, y más tarde, los objetos mismos. Y después de esto le sería más fácil el contemplar de noche las cosas del cielo y el cielo mismo, fijando su vista en la luz de las estrellas y la luna, que el ver de día el sol y lo que le es propio.

- ¿Cómo no?

- Y por último, creo yo, sería el sol, pero no sus imágenes reflejadas en las aguas ni en otro lugar ajeno a él, sino el propio sol en su propio dominio y tal cual es en sí mismo, lo que. él estaría en condiciones de mirar y contemplar.

- Necesariamente -dijo.

- Y después de esto, colegiría ya con respecto al sol que es él quien produce las estaciones y los años y gobierna todo lo de la región visible, y que es, en cierto modo, el autor de todas aquellas cosas que ellos veían.

- Es evidente -dijo- que después de aquello vendría a pensar en eso otro.

- ¿Y qué? Cuando se acordara de su anterior habitación y de la ciencia de allí y de sus antiguos compañeros de cárcel, ¿no crees que se consideraría feliz por haber cambiado y que les compadecería a ellos?

- Efectivamente.

- Y si hubiese habido entre ellos algunos honores o alabanzas o recompensas que concedieran los unos a aquellos otros que, por discernir con mayor penetración las sombras que pasaban y acordarse mejor de cuáles de entre ellas eran las que solían pasar delante o detrás o junto con otras, fuesen más capaces que nadie de profetizar, basados en ello, lo que iba a suceder, ¿crees que sentiría aquél nostalgia de estas cosas o que envidiaría a quienes gozaran de honores y poderes entre aquellos, o bien que le ocurriría lo de Homero, es decir, que preferiría decididamente "trabajar la tierra al servicio de otro hombre sin patrimonio" o sufrir cualquier otro destino antes que vivir en aquel mundo de lo opinable?

- Eso es lo que creo yo -dijo -: que preferiría cualquier otro destino antes que aquella vida.

- Ahora fíjate en esto -dije-: si, vuelto el tal allá abajo, ocupase de nuevo el mismo asiento, ¿no crees que se le llenarían los ojos de tinieblas, como a quien deja súbitamente la luz del sol?

- Ciertamente -dijo.

- Y si tuviese que competir de nuevo con los que habían permanecido constantemente encadenados, opinando acerca de las sombras aquellas que, por no habérsele asentado todavía los ojos, ve con dificultad -y no sería muy corto el tiempo que necesitara para acostumbrarse-, ¿no daría que reír y no se diría de él que, por haber subido arriba, ha vuelto con los ojos estropeados, y que no vale la pena ni aun de intentar una semejante ascensión? ¿Y no matarían; si encontraban manera de echarle mano y matarle, a quien intentara desatarles y hacerles subir?.

- Claro que sí -dijo.

III. -Pues bien -dije-, esta imagen hay que aplicarla toda ella, ¡oh amigo Glaucón!, a lo que se ha dicho antes; hay que comparar la región revelada por medio de la vista con la vivienda-prisión, y la luz del fuego que hay en ella, con el poder del. sol. En cuanto a la subida al mundo de arriba y a la contemplación de las cosas de éste, si las comparas con la ascensión del alma hasta la. región inteligible no errarás con respecto a mi vislumbre, que es lo que tú deseas conocer, y que sólo la divinidad sabe si por acaso está en lo cierto. En fin, he aquí lo que a mí me parece: en el mundo inteligible lo último que se percibe, y con trabajo, es la idea del bien, pero, una vez percibida, hay que colegir que ella es la causa de todo lo recto y lo bello que hay en todas las cosas; que, mientras en el mundo visible ha engendrado la luz y al soberano de ésta, en el inteligible es ella la soberana y productora de verdad y conocimiento, y que tiene por fuerza que verla quien quiera proceder sabiamente en su vida privada o pública.

- También yo estoy de acuerdo -dijo-, en el grado en que puedo estarlo.

versión de J.M. Pabón y M. Fernández Galiano

el mito de la caverna

martes, 26 de mayo de 2009

eL eLoGio dE La LoCuRa-Erasmo de Rotterdam




Erasmo de Rotterdamm

eL eLoGio de La LoCuRa

CAPITULO I - Introduccion

Digan lo que quieran las gentes acerca de mí (pues ignoro cuán mala fama tiene la Necedad, aun entre los más necios), sola, yo soy, no obstante, la que tiene virtud para distraer a los dioses y a los hombres. Si queréis una prueba de ello, fijaos en que apenas me he presentado en medio de esta numerosa asamblea para dirigiros la palabra, en todos los rostros ha brillado de repente una alegría nueva y extraordinaria, habéis desarrugado al momento el entrecejo y habéis aplaudido con francas y alegres carcajadas, que, a decir verdad, todos los aquí presentes me parecéis ebrios de néctar y de nepenta !los dioses de Homero, mientras, hace un instante, os hallabais tristes y preocupados, cual si acabaseis de salir del antro de Trofonio


Así como cuando el sol matutino muestra a la tierra su faz resplandeciente y radiante, o como cuando después de un crudo invierno surge otra vez la primavera en alas de los céfiros, parece que todas las cosas adquieren nuevo aspecto, nuevo color y nueva juventud, del mismo modo se han transfigurado v u e s t r o s semblantes nada más verme aparecer, logrando de este modo mi sola presencia lo que apenas logran conseguir los mejores oradores con esos discursos prolijos y cuidadosamente preparados, que pocas veces consiguen disipar el tedio al auditorio.

CAPITULO II - Tema del discurso

Si queréis saber el asunto que me trae ante vosotros con tal raro adorno, vais a saberlo, si os dignáis escucharme, pero no con la atención que soléis prestar a los predicadores, sino con los oídos que prestáis a los charlatanes, a los juglares y a los bufones, o bien con aquellas orejas que puso antiguamente nuestro amigo el rey Midas para escuchar al dios Pan. Me ha dado hoy por hacer un poco de sofista ante vosotros, no ciertamente como esos pedantes que en nuestros días llenan de majadería los cerebros de los niños, enseñándoles a discutir con más terquedad que las mujeres, sino a imitación de los antiguos, que, para evitar el descrédito en que había caído el nombre de sabio, prefirieron llamarse “sofistas”, y cuyo oficio consistía en celebrar con elogios la gloria de los dioses y de los hombres ilustres. Vosotros, pues, vais a oír también un elogio; pero no va a ser el de Hércules ni el de Solón, sino el mío propio, es decir, el de la Necedad.

CAPITULO III - Defensa de la propia alabanza

Pues bien: yo no considero sabios a los que creen que alabarse a sí mismos es la mayor de las necedades y de las insolencias. Sea necio, si así lo prefieren con tal que se reconozca que esta necedad está muy puesta en su lugar. ¿Hay, en efecto, cosa más natural que el que la necedad entone sus propias alabanzas y se dé bombo a sí misma? ¿Quién puede darme a conocer mejor que yo? A no ser que por casualidad se encuentre entre vosotros alguno que me conozca mejor que yo. De esta manera me parece que doy pruebas de ser más modesta que esos hombres a los que el vulgo llama grandes y sabios, y que, depuesto todo pudor, suelen sobornar a un retórico adulón o a un poeta parlanchín y le ponen a sueldo para oírle recitar sus alabanzas, que no son más que purísimas mentiras, lo cual no impide que el elogiado, afectando humildad, haga la rueda y yerga la cresta a la manera de un pavo, mientras el impúdico adulador coloca a aquella nulidad al nivel de los dioses y la presenta como un perfecto modelo de todas las virtudes, sin reparar en que dista más de ellas que la luna dela tierra, ni en que su empresa sea algo así como adornar una corneja con plumas ajenas o blanquear a un etíope, o convertir a una mosca en elefante. En fin, yo me atengo a aquel proverbio que dice: ”Con razón se alaba a sí mismo quien no encuentra nadie que le alabe".

Por lo cual, declaro con toda franqueza que no sé si admirar más la ingratitud o la indolencia de los hombres para conmigo, pues, aunque todos me festejen asiduamente y todos reciban con placer mis beneficios, jamás ha habido uno solo a quien se le haya ocurrido cantar en un agradable discurso las alabanzas de la Necedad, mientras que no han faltado quienes hayan ensalzado, a costa de su aceite y de su sueño, con elogios bien compuestos, a los busiris, a los falaris, a las cuartanas, a las moscas, a la calvicie y a otras calamidades por el estilo.

Vais, pues, a oír de mis labios un discurso, el cual, por ser precisamente improvisado y poco trabajado, será más verdadero.

CAPITULO IV - Cara a cara de la Necedad

No vayáis a creer que con mis palabras me propongo lucir mi ingenio, como es costumbre de casi todos los oradores de estos tiempos, los cuales ya sabéis que cuando pronuncian un discurso elaborado durante treinta años, y que algunas veces ni siquiera es suyo, juran que, como por juego, lo han compuesto o dictado entres días. A mí siempre me ha causado gran placer decir de repente cuanto se me viniera a la boca, y, por tanto, nadie espere de mí que, siguiendo la costumbre de estos retóricos vulgares, proceda por una definición de mí misma, ni mucho menos por una división, pues sería entrar con mal pie el circunscribir dentro de ciertos límites a una divinidad cuyo imperio se extiende por todas partes, o el dividir a aquella a quien toda la tierra rinde un culto unánime. Y, bien mirado, ¿a qué conduciría el trazar mediante una definición mi esbozo o mi retrato, teniéndome como me tenéis delante de los ojos? Porque yo soy, como podéis ver, aquella dispensadora de bienes llamada por los latinos Stultitia, y por los griegos, Moria.

CAPITULO V - Sinceridad de la Necedad e ingratitud de los sabios para con ella


Pero ¿para qué voy a insistir en esto, como si no llevase grabado en el rostro y en la frente qué clase de pájaro soy, como dice el pueblo, o como si alguno que me confundiese con Minerva o con la Sabiduría, no hubiera de convencerse al punto de su error con sola una mirada y sin necesidad de recurrir a la palabra, pues la cara es el espejo infalible del alma? En mí no hay lugar para el engaño, ni llevo una cosa en el corazón y otra en la boca; soy siempre y en todas partes idéntica a mi misma, de tal modo que no pueden disimularme ni aun aquellos que saben cubrirse con una apariencia dándose tono y echándoselas de sabios, cuyo nombre se arrogan como monas vestidas de púrpura o como asnos con piel de león, que no dejan de asomar por algún sitio las formidables orejas de Midas, por muy bien que se disfracen.

Ingrata, sin duda, es esta clase de hombres que, siendo mis más fieles partidarios, avergüénzanse de mi nombre delante del mundo, hasta el punto de lanzarlo con frecuencia a los demás como un grave insulto. Siendo éstos, pues, en realidad, “archinecios”, aunque quieran pasar por unos sabios y por unos Tales de Mileto, ¿no merecerían, por derecho propio, que los llamásemos “morósofos”, es decir, sabios-necios?

CAPITULO VI - La Necedad imita a los retóricos


Quiero imitar con esto a los retóricos de nuestro tiempo, que se creen dioses con sólo mostrarse con dos lenguas, como la sanguijuela, y que piensan hacer maravillas encajando de cuando en cuando en sus discursos latinos algunas palabras griegas, con las que hacen, aunque no venga a cuento, una especie de mosaico. A falta de términos exóticos, desentierran de algún viejo pergamino cuatro o cinco palabras anticuadas, cuya oscuridad ofusque a los lectores, para que aquellos que las entiendan se complazcan más y más con ello, y los que no, los admiren tanto más cuanto menos comprendan. Porque conviene que sepáis que mis fieles aceptan una cosa tanto mejor cuanto de más lejos viene, y éste no es uno de sus mejores placeres. Y si entre ellos hubiese algunos más vanidosos, rían, aplaudan y muevan, como el asno, las orejas, que con ello tendrán más que suficiente para hacer creer a los demás que lo comprenden a maravilla, aunque en el fondo no entiendan una palabra. Y basta de esto. Volvamos ahora a nuestro tema.

CAPITULO VII - Progenie de la Necedad

Sabéis, pues mi nombre, varones estultísimos, y digo estultísimos porque ningún otro epíteto más honroso puede emplear la diosa Necedad para honrar a sus creyentes. Mas, como entre vosotros no hay muchos que conozcan mi genealogía, voy a intentar exponerla con el auxilio de las Musas.


No debo mi nacimiento ni al Caos, ni a Plutón, ni a Saturno, ni a Júpiter, ni a ningún otro de la casta de estos dioses podridos de vejez, sino que me ha engendrado Pluto, que es el supremo dios, el padre de los dioses y de los hombres, digan lo que quieran Homero, Hesíodo y aun el mismo Júpiter. Pluto, a cuyo antojo hoy, como siempre, trastórnanse desde sus cimientos las cosas sagradas y profanas; por cuyo arbitrio se rige la guerra, la paz, los imperios, los consejos, la justicia, las asambleas populares, los matrimonios, los tratados, las alianzas, las leyes, las artes, lo cómico, lo serio... (¡ay!, ¡me ahogo!), en una palabra, todos los negocios públicos y privados de los hombres; Pluto, sin el cual toda esa turba de númenes de que hablan los poetas, y aun me atrevo a decir que hasta lo mismos dioses mayores, o no existirían de ningún modo, o no podrían comer caliente en su propia morada; Pluto, a quien si alguien hiciese montar en cólera no le valdría ni el favor de Palas, y, en cambio, si le fuere propicio, sería capaz de autorizarle para ahorcar a Júpiter con todos sus rayos. Este es el padre de quien me envanezco, y éste es de quien nací; pero no porque me haya sacado de su cabeza, como lo hizo Júpiter con la tétrica y ceñuda Minerva, sino por haberme engendrado en Hebe, ninfa de la juventud, que es mil veces más bella y más alegre. No; yo no he sido fruto de un insípido deber conyugal, como aquel cojo herrero (Vulcano), sino que, lo que es más hermoso, a mí me han dado el ser los besos del amor, según dice Homero. Pero no vayáis a creer que nací de aquel Pluto que nos pinta Aristófanes cuando ya estaba ciego y con un pie en la sepultura, sino del Pluto vigoroso, rebosante de juventud, y, sobre todo, del néctar abundantísimo y de sin igual pureza que él gustaba de saborear en los banquetes.

CAPITULO VIII - Patria y crianza de la Necedad


Si ahora me preguntáis cuál es el lugar de mi nacimiento (puesto que hoy día la tierra donde un niño ha lanzado su primer vagido entra por mucho en su nobleza), sabed, pues, que no vi la luz ni en la errática isla de Delos ni en el mar undoso, ni en las profundas cavernas, sino en las islas Afortunadas en donde no se conocen ni el trabajo, ni la vejez, ni la enfermedad, ni tampoco se ven nunca el gamón ni la malva, ni la cebolla, ni el altramuz, ni el haba, ni otras plantas vulgares, pues allí, como en los jardines de Adonis deleitan por doquier la vista y el olfato el ajo áureo, la pance, la nepenta, la mejorana, la artemisa, el loto, la rosa, la violeta y el jacinto.

Nacida en medio de tantas delicias, no comencé llorando mi inmortal carrera, sino que al abrir los ojos, sonreí amorosamente a mi madre; y no envidio a Júpiter la cabra que le amamantó, porque a mí me dieron el jugo de sus pechos dos graciosísimas ninfas: la Embriaguez, hija de Baco, y la Impericia, hija de Pan, a las que podéis ver entre las personas de mi séquito. Si conocer queréis los nombres de las demás, voy a decíroslos; pero ¡vive Hércules!, que no ha de ser sino en griego.

CAPITULO IX - El cortejo de la Necedad

Esta que veis de aire tan arrogante es el Amor Propio (Φιλαντία); ésta de risueños ojos y cuyas manos están siempre dispuestas al aplauso, se llama la Adulación (Κογαχία); esta que está como aletargada y que parece dormir, se llama el Olvido (Ληθή); esta otra que se apoya sobre sus dos codos y está de brazos cruzados es la Pereza (Μισοπονία); esta coronada con una guirnalda de rosas e impregnada de perfumes es la Voluptuosidad (Ηδονή); ésta de aire indeciso y de extraviada mirada es la Demencia (Ανοια); ésta, de nítido cutis y de cuerpo gentil y bien cuidado es la Molicie (Τρνφή). Entre estas ninfas advertiréis también dos dioses: uno se llama Como (Κώμος), genio de los banquetes, y el otro, Morfeo (νήγρετον Τπον) o Sublime Modorra, genio del sueño. Con el auxilio, pues, de estos fieles servidores, todas las cosas están bajo mi mando y ejerzo imperio sobre los mismos emperadores.

CAPITULO X - La Necedad, por los favores que dispensa, es semejante a los dioses

Ya conocéis mi origen, mi educación y mi séquito. Ahora bien: para que nadie sospeche que usurpo el título de diosa, oíd atentamente los innumerables beneficios que proporciono a los dioses y a los hombres, y hasta dónde se extiende mi imperio. Porque si alguien ha escrito con acierto que el carácter distintivo de un dios consiste en proteger a los mortales, y si merecieron ser admitidos en el senado de los dioses los que descubrieron el vino, el trigo, o cualquier otra cosa útil al género humano, ¿cómo puede negárseme a mí el derecho de ser y llamarme el alfa de todos ellos, a mí, que soy para todos el manantial de toda clase de bienes?

CAPITULO XI - Poder de la Necedad en los orígenes de la vida


Y en primer lugar, ¿qué puede haber más dulce y más precioso que la vida? Y siendo así, ¿quién en los comienzos de ella tiene más parte que yo? Ni la lanza temible de Minerva, ni el escudo del tempestuoso Júpiter, serían capaces de engendrar y propagar la especie humana. El mismo Jove, padre de los dioses y de los hombres, que con un movimiento de cabeza conmueve a todo el Olimpo, no encuentra el menor reparo en dejar a un lado su triple rayo y su rostro de titán, con el que hace temblar a los mismos dioses cuando quiere, y en disfrazarse como un histrión, siempre que le entran ganas de aumentar el número de sus hijos, cosa que le ocurre muy a menudo.

Sabido es que los estoicos se creen casi dioses; pues bien: dadme uno de ellos que sea dos, tres, o, si queréis, mil veces estoico, y tened por seguro que yo no le haré cortar la barba, esa insignia de sabiduría que comparte con los machos cabríos, pero por lo menos haré que desarrugue el entrecejo y la frente, que abandone por un momento sus dogmas inmutables y que cometa alguna que otra tontería o extravagancia. En resumidas cuentas, a mí y a nadie más que a mí tendrá que acudir el sabio apenas quiera ser padre.

Mas ¿por qué no hablaros claro y sin ambages, según mi vieja costumbre? Decidme: ¿es acaso la cabeza, la cara, el pecho, la mano, la oreja o cualquier otra parte del cuerpo de las llamadas honestas la que pose la virtud de engendrar a los dioses y a los hombres? Me parece que no; la propagadora del género humano es más bien otra parte tan necia y ridícula que no se puede nombrar sin reírse. Este es, cabalmente, el manantial sagrado de donde fluye la vida con más verdad que del cuaterno de Pitágoras Porque ¿qué hombre?, decidme, ofrecería su cabeza al yugo del matrimonio si, como suelen hacer los sabios, pensase antes seriamente en los inconvenientes de la vida conyugal, ni qué mujer consentiría que se le acercase un varón si conociese o examinase solamente los peligrosos dolores del parto, o las molestias de criar los hijos? Pues si debéis la vida a matrimonio, y el matrimonio se lo debéis a la Demencia, mi compañera, sacad la consecuencia de lo que me debéis a mí. ¿Qué mujer que ha sufrido una vez aquellos trabajos, quisiera volver a pasarlos si no fuera gracias a la virtud del Olvido? La misma Venus (pese a Lucrecio), no tendría fuerza ni poder sin mi ayuda.

Pues bien: de esta broma mía, irrisoria y ridícula, provienen los filósofos llenos de orgullo, a quienes hoy han sucedido los que el vulgo llama monjes, los purpurados reyes, los piadosos sacerdotes, los tres veces santísimos pontífices, y, en fin, toda esa turba de semidioses, tan numerosa que el Olimpo, con ser tan grande, apenas puede contener.

CAPITULO XII - El placer, como bien supremo

Poco supondría, sin embargo, haberos demostrado que yo soy el principio y la fuente de la vida, si no os demostrara además que todas las dichas de este mundo las debéis también a mi munificencia. ¿Qué sería, en efecto, la vida, si vida pudiera entonces llamarse, si se le quitara el placer? Veo que aplaudís. Bien sabía yo que ninguno de vosotros era bastante cuerdo, o, mejor, bastante necio, mas vuelvo a decir bastante cuerdo para no ser de mi opinión.

Los mismos estoicos, aunque es cierto que no desprecian el placer, saben disimularlo con gran sagacidad y decir de él mil perrerías cuando están delante de la gente, pero es sólo con el objeto de apartar a los demás del pastel y gustarlo ellos después a todo su sabor. Pero díganme, por Júpiter: ¿hay un solo día en la vida que no sea triste, monótono, insípido, aburrido y molesto, si no se le adereza con el placer, es decir, con la salsa de la necedad? El testimonio de Sófocles, nunca bastante ponderado, sería en verdad suficiente para probarlo. Pues él fue el autor de aquel hermosísimo elogio que hizo de mí, al decir que la vida más agradable sólo se alcanza no sabiendo absolutamente nada.

Pero esto no basta; hay que probar ahora en particular todo lo dicho.

CAPITULO XIII - Beneficios que ésta reporta a la vejez


Nadie ignora que la primera edad del hombre es la más venturosa y la más grata de todas. Y ¿qué es lo que vemos en los niños que nos mueve a besarlos, a abrazarlos, a acariciarlos, y que hace que nos parezca que hasta tienen la virtud de desarmar al enemigo, sino el atractivo de la necedad, con que la prudente Naturaleza ha adornado las frentes de los recién nacidos, a fin de que puedan pagar en placer los trabajos de la crianza y conquistar por su amabilidad la protección que necesitan?

Y la juventud, edad que sucede a la infancia, ¡cuán placentera es a todos! ¡Como es por todos festejada! ¡Con qué solicitud se la ayuda y con qué interés se le tiende una mano en su auxilio! Pregunto yo ahora: ¿De dónde proviene este encanto de la juventud sino de mí, a quien se debe que los que menos saben sean, por ello mismo, los que menos se enojen? Tendríaseme por embustera si no añadiese que, a medida que el adolescente va entrando en años y la experiencia de las cosas y el estudio de las ciencias le hacen adquirir algunos conocimientos, comienza también a marchitarse su hermosura, a languidecer su gallardía, a enfriarse su donaire y a disminuir su vigor. Cuanto más se aparta de mí, menos va viviendo cada día, hasta que, al fin, llega a la refunfuñadora vejez, edad tan molesta, no sólo para los demás, sino también para sí mismo, que ningún mortal podría soportarla si yo, compadecida nuevamente de sus trabajos, no le echase la mano. Pues como los dioses de que nos hablan los poetas, suelen salvar en los peligros a sus protegidos mediante alguna metamorfosis, así yo, cuando los veo próximos al sepulcro y en cuanto me es posible, los torno a la infancia; razón por la cual la gente suele llamar a la vejez segunda infancia.

Si alguien desea saber cómo hago este rejuvenecimiento, no voy a ocultarlo. Para hacerlo, condúzcolos a las márgenes del Leteo, río que nace en las islas Afortunadas (pues por el Infierno no corre más que un pequeño riachuelo), para que allí, bebiendo a grandes sorbos el agua del Olvido, vayan poco a poco aminorando sus cuidados y vuelvan a la juventud.

Se me objetará que esto no es otra cosa que hacerlos divagar y chochear. Lo concedo; pero precisamente por eso se convierten en niños; y ¿no es propio de ellos chochear y desvariar? ¿Que es más que el no saber lo que hace que esa edad sea tan deleitosa? ¿Quién no detestará y abominará como una monstruosidad que la infancia tenga una sabiduría prematura? De ahí el conocido proverbio del vulgo: “Odio al niño demasiado listo.''

¿Quien aguantaría la amistad o el trato de un anciano que a su gran experiencia del mundo uniese la plenitud de sus facultades mentales y el rigor de sus críticas? Por tanto, beneficio es por parte mía hacer chochear a la vejez. Fuera de esto, la aparto por tal medio de las preocupaciones que el mismo sabio no puede evitar, con lo cual el viejo no deja de ser buen compañero de bebienda, no siente el tedio de la vida, que apenas soporta la edad más vigorosa, y si no torna algunas veces hasta a deletrear el verbo “amar” como el vejete de Plauto, lo considera como cosa desgraciada. Y mientras tanto, el viejo es feliz gracias a mi favor; es agradable para los amigos y no carece de gracia en las francachelas. Según Homero, los labios de Aquiles no destilaban más que hiel, mientras que de la boca de Néstor fluían palabras más dulces que la miel, y los ancianos que se congregaban en la puerta occidental de las murallas de Troya se entregaban a apacibles conversaciones.

Considerada desde este aspecto, la vejez supera a la infancia, edad dichosa, sin duda, pero, al fin y al cabo, infantil, ya que le faltan esas charlas amenas, principal recreo de la vida. Conviene observar que los viejos quieren con frenesí a los niños, y éstos a los viejos, sin duda porque (como dice el poeta Homero) “los dioses se complacen en poner siempre juntos a los que se semejan''. ¿En qué otra cosa se diferencia sino en que el viejo tiene más arrugas y más años? Por lo demás, todo es igual entre ellos: cabellos descoloridos, boca desdentada, cuerpo pequeño, apetencia de la leche, balbuceo, charlatanería, frivolidad, olvido de las cosas y falta de reflexión. Cuanto más avanza el hombre hacia la vejez, más va pareciéndose a los niños, hasta que, al igual de éstos, el viejo se va al otro mundo sin sufrir el cansancio de la vida y sin sentir la muerte.

CAPITULO XIV - Los beneficios de la Necedad son superiores a los de los dioses, porque hace duradera la juventud y aleja la vejez

Después de esto, compárese este beneficio que yo dispenso con las metamorfosis que operan los dioses, y no me refiero a las que hacen cuando están airados, sino a las que ejecutan en las personas; los más benévolos suelen transformarlas ya en árbol, ya en ave, ya en cigarra, y hasta en serpiente. ¡Como si el ser otra cosa de lo que se es no fuera ya una especie de muerte! Yo, en cambio, devuelvo a los mismos hombres lo mejor y más feliz de su existencia, y en verdad os digo que, si rompieran toda relación con la sabiduría y en todas las edades se guiaran por mí, no envejecerían y gozarían dichosos de una juventud perpetua.

¿No veis esos rostros pálidos entregados al estudio de la Filosofía o a serios y arduos negocios, ya envejecidos, por lo general, antes de llegar a la plena juventud, a causa del trabajo y de la tensión incesante del pensamiento que ha agitado en ellos el espíritu y ha secado la savia de sus vidas? No así son mis necios, regordetes, lúcidos y rebosantes de salud en su piel, como verdaderos cerdos acarnienses[xi]; desde luego, no experimentan ninguna de las incomodidades de la vejez, a menos que, como a veces acontece, se inficionen con el contagio de la sabiduría. ¡Tan verdad es que nada amarga tanto la vida del hombre como no poder lograr felicidad completa! En apoyo de lo que acabo de decir, os citaré el adagio vulgar que dice: ”La necedad es la única cosa que detiene la fugacísima juventud y retarda la pesada vejez.'' Con razón los de Brabante han practicado esto, según opinión del vulgo, pues dicen que, así como los demás hombres, con los años, adquieren la sensatez, ellos, a medida que envejecen, van haciéndose más necios, y sabido es que no hay otra nación que tome la vida tan en broma ni que sienta menos las tristezas se la senectud. Con ellos tienen mucho parecido mis holandeses, tanto por la próxima vecindad como por sus costumbres, y digo mis holandeses, porque me rinden un culto tan asiduo que hasta del pueblo merecieron un apodo que, lejos de avergonzarse de él, se lo adjudican como un honor.


¡Id ahora, oh estúpidos mortales, en busca de las Medeas[xii], de las Circes[xiii], de las Venus y de las Auroras, de no sé qué fontana, a pedirles los restituyan a su primera juventud! ¿No comprendéis que yo soy la única que puedo y suelo darla, la única que poseo aquel mágico

elixir con el que la hija de Memnón prolongó los días de su abuelo Titono, que yo soy la Venus a quien Faón debió su rejuvenecimiento, de tal modo que a Safo enloqueció de amor, que son mías las hierbas maravillosas, si es que las hay de esta clase, que es a mí a quien dirigen todas sus súplicas, y que mía es, en fin, la fuente divina que no sólo devuelve la pasada juventud, sino, lo que es mejor aún, la conserva perpetuamente?


Si todos vosotros, pues, estáis conformes conmigo en que nada hay tan deseable como la juventud, ni nada más detestable que la vejez, creo que reconoceréis cuánto me debéis a mí, a mí, que hago duradero tanto bien y evito tanto mal.


CAPITULO XV - Necedad de los dioses



Pero ¿por qué hablar más de los tales? Trasladémonos al Empíreo, y consiento en que hasta mi nombre sea un oprobio para mí si se encuentra en uno solo de los dioses algo que no sea áspero y despreciable, como no sea con mi ayuda. ¿Por qué Baco, si no, ha sido siempre un mancebo de poblada cabellera? Pues, sencillamente, porque, pasándose toda la vida en insensateces y borracheras, en banquetes, danzas, canciones y fiestas, no se permite el más ligero trato con Palas; mas, por el contrario, la tiene a tanta distancia para pasar por un sabio, que prefiere que se le honre únicamente con burlas y con farsas, y no se ofende por el sobrenombre de fatuo que le da un proverbio griego cuando se dice de él que es más necio que una cabeza pintarrajada con heces, por alusión a la costumbre que tienen los vendimiadores de embadurnar en sus fiestas con mostos y con zumo de higos frescos la estatua sedente del dios colocada a la puerta de los templos. Y ¡qué injustas burlas no se han hecho contra él en las antiguas comedias! ``¡Oh insulso dios ---exclaman---, digno de haber nacido del muslo de Júpiter!'' A pesar de todo, ¿quién no preferiría ser como él, insulso y fatuo, siempre alegre, siempre joven, distrayendo siempre a todos entre pasatiempos y regocijos, a ser como ese solapado Júpiter, ante el que todos tiemblan, o como el viejo Pan, que todo lo envenena con sus terrores repentinos, o como el ruin Vulcano, lleno siempre de tizne de carbón y siempre trabajando en su fragua, o como la misma Minerva, terrible por su lanza y escudo, y mirando siempre de través?


¿Y Cupido? ¿Por qué siempre es un niño sino por su simpleza, que le lleva a no pensar ni hacer nada con cordura? ¿Por qué la blonda Venus renueva constantemente su belleza? Sin duda, porque tiene conmigo cierta afinidad, de donde proviene que sacase el color de mi padre, y por esta razón fué llamada por Homero “áurea Venus”; además, siempre se nos muestra risueña, si hemos de creer a los poetas y a sus émulos, los escultores. ¿Tuvieron, por ventura, los romanos otro culto más fervoroso que el de Flora, madre de todas las voluptuosidades?


Con todo, si se lee atentamente en Homero y en otros vates la vida de los dioses más austeros, se verá que descubren la necedad en todas las acciones. ¿Para qué recordar los amores y devaneos de Júpiter Tonante, o los de aquella severa Diana que, olvidada del recato de su sexo, no iba tanto a la caza de animales como a la de Endimión, por cuyo amor se moría? Oiga el que quiera a Momo reprocharle sus bellaquerías, pues él fué el que antiguamente se las echaba en cara con frecuencia y quien les dio motivo para que, enojados en medio de su felicidad por las importunaciones de su sabiduría, le precipitasen sobre la tierra, como hicieron también con Ate, diosa del mal; ningún mortal, desde entonces, ha querido dar hospitalidad al desterrado, y mucho menos los reyes en sus palacios, en donde ocupa el primer puesto mi compañera la Adulación, que no tiene con Momo más semejanza que el cordero con el lobo y así los dioses, libres de este importuno, y no teniendo ningún otro censor de sus acciones, pudieron divertirse más dulce y desahogadamente o, como dice Homero, como les dió la gana.


¿Qué entretenimientos no ofrece aquel hortelano Príapo? ¿Qué diversiones no proporcionan los engaños y raterías de Mercurio? ¿Y no es Vulcano el que en los banquetes de los dioses acostumbra hacer de bufón, y ya su cojera, ya sus patochadas, ya sus ridículas salidas, hacen desternillarse de risa a aquellos beodos? Sileno, el famoso viejo enamorado, suele bailar el lascivo cordax con Polifemo, que brinca que se las pela, mientras las Ninfas apenas tocan la tierra con sus pies; los Sátiros semicabras representan las impúdicas atelanas; Pan, con tal cual estúpida canción, hace reír a todo el mundo, porque los dioses prefieren oír su canto antes que el de las Musas, sobre todo cuando el vino se les sube a la cabeza. ¿Os diré lo que los dioses, ya bien bebidos, hacen al final de sus festines? ¡Por Hércules! Tantas necedades realizan que no puedo, al recordarlas, contener la risa.


Pero sobre este asunto más vale callar, como Harpócrates, no sea que algún dios acechón, nos oiga contar estas cosas, por decir las cuales el mismo Momo fue castigado.


CAPITULO XVI - Supremacía de la Necedad sobre la razón



Hora es ya de que, a ejemplo de Homero, dejando las llanuras etéreas, volvamos nosotros a la tierra, para que os muestre que, aquí como allí, no hay nada alegre ni feliz sin mis favores.


Notad primeramente con cuánta solicitud ha provisto la madre Naturaleza, creadora del género humano, para que nunca faltase el aderezo de la necedad. Si es verdad, según los definidores estoicos, que la sabiduría consiste en seguir la razón, y la Necedad, por el contrario, en dejarse llevar por las pasiones, ¿no lo es menos el que Júpiter, para que la vida no fuera triste y amarga, nos dió más inclinación a las pasiones que a la razón, lo que va de media onza a una libra? Por eso relegó la razón a un pequeño rincón de la cabeza, mientras que llevó el desorden a lo restante del cuerpo, y además le opuso dos como tiranos violentísimos: la ira, que tiene la sede de su imperio en el corazón, fuente de la vida, y la concupiscencia, que tiende su dominio hasta más abajo de la región abdominal. Cuanto pueda la razón contra estas dos fuerzas gemelas decláralo suficientemente la conducta ordinaria de los hombres, pues aunque clame ella indicando el recto camino hasta ponerse ronca y dicte normas de honestidad, las otras se rebelan contra esta pretendida reina, y gritan más fuerte que ella, hasta que un día, cansada ya, acaba por rendirse a ellas.



CAPITULO XVII - LA MUJER, ENCARNACIÓN DE LA NECEDAD La mujer, encarnación de la Necedad



Sin embargo, como quiera que el varón estuviese destinado a gobernar las cosas de la vida, era preciso que tuviese algo más de ese adarme de razón que en él se infundió, y teniendo Júpiter que consultar el caso, heme aquí, como otras muchas veces, llamada

a consejo. En verdad que pronto di uno digno de mí, a saber: que se diera una mujer al hombre. Es la mujer un animal inepto y necio; pero, por lo demás, complaciente y gracioso. De modo que su compañía en el hogar suaviza y endulza con su necedad la melancolía y aspereza de la índole varonil. Y así Platón, al vacilar entre incluir a la mujer en la categoría de los animales racionales o en la de los irracionales, no se propuso más que señalarnos la insigne necedad de este sexo.


Si, por ventura, alguna mujer quisiera sentar plaza de sabia, no conseguiría sino ser dos veces necia; es como si, a despecho de Minerva, se enviara un buey al gimnasio; porque todo aquel que contra su naturaleza toma las apariencias de la virtud, torciendo su innata inclinación, no logra sino que el vicio aparezca más de bulto. Del mismo modo que, como dice un proverbio griego, ”aunque la mona se vista de seda, mona se queda", así la mujer será siempre mujer; es decir, necia, disfrácese como se disfrace.

A pesar de ello, no creo que las mujeres sean tan tontas que vayan a enfadarse conmigo por el mero hecho de que una mujer, es más, la misma Necedad en persona, les reproche su necedad, porque si bien lo miran, es a la Necedad a quien deben el ser por múltiples razones mucho más dichosas que los hombres. Tienen, en primer lugar, el privilegio de la hermosura, que con razón anteponen a todas las cosas, y por cuya virtud ejercen tiranía aun sobre los mismos tiranos. ¿De dónde creéis que procede la disposición desaliñada del varón, su piel velluda y su espesa barba, que le dan aspecto de vejez, aun siendo joven, sino del hábito de la cordura, mientras que en la mujer siempre advertimos sus mejillas imberbes, su voz siempre fina y su cutis delicado, como si fuese la imagen de una perpetua juventud? En segundo término, ¿qué otra cosa ambicionan más las mujeres en la vida que agradar mucho a los hombres? ¿No tienden a este fin sus adornos, sus tintes, sus baños, sus peinados, sus afeites, sus perfumes y cuantos artificios emplean para componerse, pintarse y fingir el rostro, los ojos y el cutis? Por consiguiente, ¿hay algo que las haga más recomendables a los hombres que la necedad? ¿Hay algo que éstos no les permitan? ¿Y a cambio de qué, sino del deleite? Lo que deleita, pues, en las mujeres no es otra cosa que la necedad, y así no habrá nadie, piense como quiera en su interior, que no disculpe las tonterías que el hombre dice y las monerías que hace cuantas veces lo disponga el apetito de la hembra.


Ya sabéis, por tanto, cuál es el manantial del primero y principal placer de la vida.

CAPITULO XVIII - Importancia de la Necedad en los banquetes



Pero hay algunos, principalmente entre los viejos, bebedores más bien que mujeriegos, los cuales cifran en la mesa su placer primordial. Discutan otros si un banquete sin mujeres puede tener algún encanto; pero lo que puede afirmarse, desde luego, es que ninguno será agradable sin la salsa de la necedad, hasta tal punto, que si en él no se encuentra por lo menos uno que con necedad natural o simulada haga reír a los demás, se pagará a algún bufón o se invitará a algún ridículo parásito que a fuerza de patochadas, es decir, con frases necias, sepa ahuyentar de la fiesta el silencio y la tristeza.


Porque, mirándolo bien, ¿qué placer habría en llenar la panza de toda clase de confituras, manjares y golosinas si los ojos, los oídos y el alma toda no recibiesen también su refacción de risa, bromas y donaires? De esta clase de postres yo soy única repostera, porque es indudable que las ceremonias de los banquetes, el sorteo para elegir al rey del festín, el juego de los dados, los brindis recíprocos, las rondas de vino, el cantar con el mirto, el danzar y hacer pantomimas, no fué inventado por los siete sabios de Grecia, sino por mí para la salud del género humano.


Bien miradas, pues, estas cosas, hay que decir que cuanto más tienen de necias, tanto mejor se vive, que no sé cómo pueda llamarse vida cuando es triste, y triste, en verdad, tiene que ser la vida si no se la libra de la tristeza, hermana melliza del hastío, con toda clase de deleites.

CAPITULO XIX - La Necedad es la base unitiva de la amistad



Habrá, tal vez, algunas personas que, desdeñando los deleites de la mesa, complácense en el amor y trato de los amigos, diciendo y repitiendo que la amistad se ha de anteponer a todo, porque es una cosa tan necesaria que no lo son más ni el aire, ni el fuego, ni el agua; tan agradable, que prescindir de ella valdría tanto como prescindir del sol, y, finalmente, tan honesta, si es que el serlo viene al caso, que los mismos filósofos no vacilan en colocarla entre los primeros y principales bienes.


Pero ¿cuál sería vuestra admiración si os demuestro que yo también soy el principio y el fin de este inmenso beneficio? Y os lo voy a probar, no valiéndome de crocodilites, sorites, ceratines ni de ningún otro género de argucias dielécticas, sino de una

manera vulgar y mostrándolo como con el dedo.


Decidme: Hacer la vista gorda, confiarse demasiado, cegarse, dejarse alucinar por los defectos de los amigos y, a veces, tomar y admirar como virtudes sus mayores vicios, ¿no es algo muy parecido a la necedad? El amante que besa con ardor un lunar de su

querida, el que saborea el fétido aliento de su Inés, el padre que no encuentra más que un pequeño estrabismo en su hijo bizco, ¿qué es todo esto sino pura necedad? Sí, digámoslo muy alto: se trata de la necedad; pero esta sola necedad es la que une y conserva los lazos de la amistad.


Mas fijaos que me refiero a la generalidad de los hombres, de los cuales ninguno nace sin defectos, siendo el mejor de todos aquel que tiene menos, pues en los sabios, gente endiosada, o no arraiga la amistad o la vuelven desagradable e insípida, y aun así, no admiten en intimidad más que a escasas personas, por no decir que a ninguna. Y la razón es obvia: como la mayoría de los mortales desatinan -es más: deliran de mil maneras-, y la amistad sólo se entabla entre semejantes, resulta que, si alguna vez una mutua simpatía aproxima a aquellos austeros personajes, tal simpatía jamás podrá ser constante ni duradera tratándose de esos enojosos espías que andan siempre acechando las faltas de sus amigos con una vista tan penetrante como el águila o como la serpiente de Epidauro; en cambio, ¡qué ciegos son para los suyos, y cuán poco ven el seno de la alforja que les cuelga a la espalda!


Así, pues, dado que la condición humana es tal que no se hallará nadie, sin excluir a los hombres de gran talento, que no tenga grandes defectos; dado que los caracteres y gustos difieren tanto; dado que la vida está sembrada de tantos errores, de tantos desaciertos y de tantos peligros, ¿cómo podrían gozar estos argos una hora seguida de la dulce amistad si no la mantuviese lo que los griegos llaman con tanta exactitud la “ingenuidad”, es decir, la necedad, o, si queréis, la indulgencia para con las debilidades del prójimo?

¿Qué más? ¿No es Cupido, padre y autor de toda simpatía, quien, completamente ciego, toma lo feo por hermoso, y de la misma manera hace que cada uno de vosotros encuentre bello lo que ama, y consigue que el viejo quiera a la vieja como el mozo a la moza? Pues esto es lo que constantemente sucede en el mundo y causa risa; no obstante, esto, que es ridículo, es lo que forma y une la agradable sociedad de la vida.


CAPITULO XX


La Necedad es la conciliadora del matrimonio

Lo que he dicho de la amistad puede aplicarse con mayor razón al matrimonio, puesto que éste no es más que la unión de dos vidas en una sola. ¡Oh dioses inmortales! ¡Cuántos divorcios, o cosas aún peores que el divorcio, se verían a cada paso si mis

satélites la Adulación, la Chanza, la Indulgencia, el Engaño y el Disimulo no viniesen a sostener y conservar las costumbres y el vivir conyugal! ¡Ah!, ¡qué pocos matrimonios habría si el novio, obrando como prudente, indagase a qué juegos había jugado antes de casarse la delicada doncellita, tan modesta y púdica en apariencia, y cuántos menos permanecerían unidos si no quedasen ocultas muchas hazañas de las mujeres, gracias al descuido y la estolidez de los esposos! Es cierto que todo esto es efecto de la necedad; pero no lo es menos que a ella se debe que el marido pueda soportar a la mujer y la mujer al marido, que la casa ande tranquila y que en ella reine la concordia. La gente se ríe del infeliz que enjuga con sus besos las lágrimas de la adúltera, y le llama cornudo, consentido, ¡qué se yo cuántas cosas más! Pero ¿no es preferible engañarse de esta suerte a dejarse consumir por los celos y convertirlo todo en escena de tragedia?

CAPITULO XXI


La Necedad, vínculo de toda sociedad humana

En suma, sin mí no habría sociedad posible ni relaciones sólidas y agradables en la vida; sin mí, a la verdad, el pueblo no soportaría largo tiempo a su príncipe, el señor a su criado, la criada a su dueña, el discípulo a su preceptor, el amigo a su amigo, la esposa a su marido, el mesonero a su huésped, el compañero a su compañero ni el convidado al anfitrión; si no se engañaran mutuamente, se adularan unos a otros y usaran de complacencia, frotándose recíprocamente con la miel de la necedad. Sé que todo esto lo juzgáis extraordinario; pero vais a oír algo más extraordinario todavía.


CAPITULO XXII


Papel que desempeña Filaucia (el Amor Propio), hermana carnal de la Necedad

Decidme, yo os ruego: ¿Puede amar a alguien el hombre que se odia a sí mismo? ¿Puede estar de acuerdo con otro quien no lo está consigo? ¿Es posible que agrade a los demás el que para sí sea molesto e insoportable? Creo que no habrá quien lo afirme, como no sea más necio que la Necedad. Y aún añado que si se prescindiese de mí, de tal modo nadie podría soportar a otro, que cada cual se apestaría a sí mismo, de sí propio sentiría asco y a sí propio se odiaría, ya que la Naturaleza, que no pocas veces más bien que madre es madrastra, ha dispuesto de tal manera el espíritu de los mortales, principalmente de los menos sensatos, que los incita a despreciar lo suyo y a admirar lo ajeno, lo cual es motivo de que todas las buenas cualidades y todos los atractivos y encantos de la vida se malogren o perezcan. ¿De qué serviría, por ejemplo, la hermosura, ese raro don de los dioses, si se contaminase con la mancha de la afectación? ¿De qué la juventud si la corrompiese el humor avinagrado de la vejez? Y puesto que la belleza debe ser reputada, no sólo como el principio esencial del Arte, sino también de todas nuestras acciones, ¿qué es lo que el hombre lograría realizar bellamente, ya para sí, ya para los demás, si no le tendiese su mano el Amor Propio, es decir, Filaucia, que se sienta a mi diestra y que bien puedo llamar mi hermana, porque con tanta diligencia me suple en todas partes? ¿Hay algo que sea más necio que la complacencia y la admiración de sí mismo? Y, sin embargo, si estáis descontentos de vosotros, ¿qué es lo que podría hacer con gentileza, con gracia y con dignidad? Quitad este estímulo del amor propio, y al punto el orador languidecerá en su acción; el músico no conseguirá emocionar a nadie con sus cadencias; el actor, con todo su dominio

escénico, no recogerá más que silbidos; el poeta y sus Musas serán objetos de irrisión, y el pintor y su arte, desdeñados; el médico, con todas sus drogas, se morirá de hambre, y, en fin, veremos convertidos al lindo Nireo en el feísimo Tersites, al rejuvenecido Faón en el anciano Néstor, a Minerva en cerdo, al locuaz en balbuciente y al cortés en patán. ¡Tan necesario es que cada cual se lisonjee a sí mismo y se procure su estimación antes de buscar el aprecio de los demás!


En fin, como la primera condición de la felicidad consiste en ser cada uno lo que quiere ser, mi hermana Filaucia da para ello grandes facilidades y abrevia el camino haciendo que nadie se queje de su fisonomía, ni de su ingenio, ni de su nacimiento, ni de su estado, ni de su educación, ni de su patria, de tal manera que el irlandés no quiera cambiar por el italiano, ni el tracio por el ateniense, ni el escita por el nacido en las islas Afortunadas. Y ¡oh admirable solicitud de la Naturaleza, que en tanta variedad de cosas todo lo iguala! Si ella niega a alguno ciertos dones, a ése precisamente le concede Filaucia alguna mayor parte de los suyos..., aunque en verdad que al hablar así hablo neciamente, ya que los dones de Filaucia son los más importantes que se pueden apetecer.


No necesito, mientras tanto, deciros que no hay ninguna magna empresa sin mi estímulo, ni artes o ciencias que yo no haya inventado.


CAPITULO XXIII


La Necedad es la causa de la guerra

No es la guerra el germen y la fuente de todos los hechos memorables? Y, sin embargo, ¿qué hay más necio que empeñarse en una de esas luchas sin saber por qué, de dónde ambos bandos sacarán siempre mayor perjuicio que utilidad, y en las que los que sucumben, como se decía de los megarenses, nada significan? Cuando dos ejércitos están frente a frente y resuena el ronco estridor de los clarines, ¿de qué servirían esos sabios consumidos por el estudio, cuya sangre, débil y helada, apenas puede sostener su espíritu? Entonces, los que se necesitan son robustos y bien alimentados, que tengan más audacia que inteligencia, a no ser que se prefieran guerreros como Demóstenes, quien, siguiendo el consejo de Arquíloco, apenas divisó al enemigo, tiró el escudo y huyó, mostrándose tan cobarde soldado como formidable orador. Mas la inteligencia, se dirá, es de gran importancia en la guerra; indudablemente, y así lo reconozco por lo que al jefe se refiere, y aun en este caso se necesita una inteligencia militar y no filosófica. Por lo demás, los truhanes, los alcahuetes, los ladrones, los asesinos, los villanos, los imbéciles, los petardistas y aquellos que se llaman la hez del pueblo, son los que llevan a cabo empresas tan preclaras, pero nunca las lumbreras de la Filosofía.


CAPITULO XXIV


Inutilidad de los sabios para todos los menesteres de la vida

De cuán inútiles sean los sabios para todos los menesteres de la vida puede servir de ejemplo el mismo Sócrates, juzgado, aunque con poco acierto, como sabio único por el oráculo de Apolo, y el cual, habiendo querido tratar en público no sé qué asunto, tuvo que retirarse en medio de la rechiflada general de su auditorio. Verdad es que este varón no había perdido el juicio completamente, porque nunca quiso admitir para sí el título de sabio, atribuyéndolo sólo a Dios, y porque estimaba que el sabio debía mantenerse apartado de la política, aunque hubiera hecho muchísimo mejor enseñando, que el que aspire a vivir entre los hombres debe abstenerse de toda sabiduría. ¿Qué fué sino su sabiduría lo que le llevó a ser víctima de una acusación y condenado a beber la cicuta? Mientras filosofaba cerca de las nubes y de las ideas, y contaba los pasos de una pulga, y se extasiaba con el zumbido de un mosquito, no aprendía aquellas cosas que le eran más necesarias para la vida.


Y Platón, su discípulo, ¿cómo defendió a su maestro? ¡Como abogado! Y por eso, atolondrado por los gritos de la muchedumbre, apenas si pudo acabar su primer período. ¿Qué diré ahora de Teofrasto, que al empezar cierta arenga enmudeció de repente, como si hubiese visto a un lobo? Isócrates, que era capaz de animar a los soldados en un campo de batalla, era de tal timidez, que jamás se atrevió a chistar en público. Marco Tulio Cicerón, el príncipe de la elocuencia romana, temblaba y balbucía como un niño cuando comenzaba sus discursos, y, por más que diga Fabio Quintiliano que esta timidez es propia de un orador inteligente y conocedor del peligro, no es posible decir esto sin reconocer abiertamente que la sabiduría es un obstáculo para hacer las cosas con perfección. ¿Qué habrían hecho estos sabios de haberse visto en el trance de combatir con las armas, si se morían de miedo cuando tenían que combatir con meras palabras?


A pesar de ello, se ensalza (¡sea!) aquella famosa sentencia de Platón: “¡Qué felices serían los pueblos si los reyes fueran filósofos, o los filósofos reyes!'' Pero si consultáis la Historia, os convenceréis de que nunca ha habido gobiernos más funestos para las naciones que aquellos en que el Poder cayó en manos de algún filosofastro o de algún aficionado a las letras, de lo cual creo son suficiente testimonio los Catones, uno de los cuales trastornó la República con denuncias insensatas, y el otro echó por tierra hasta los cimientos de la libertad del pueblo romano, por defenderla con demasiada sabiduría. Añadid a éstos los Brutos, los Casios, los Gracos y hasta al mismo Cicerón, que no fué menos pernicioso para la República romana que Demóstenes para la ateniense. Marco Aurelio Antonio, aun concediendo que fuese un buen emperador -si bien podría ponerlo en duda, porque, por haber sido filósofo tan consumado, su mismo nombre se había hecho antipático y odioso a los ciudadanos-, pero aun concediendo, repito, que fuese bueno, es indudable que el gobierno de su hijo Commodo resultó tan desastroso para Roma, cuanto saludable había sido el del padre, porque es de notar que todos los que se entregan al estudio de la sabiduría, siendo infelicísimos en las cosas del mundo, lo son singularmente en la procreación de sus hijos, en lo cual, a mi juicio, la previsora Naturaleza procura que el mal de la sabiduría no invada la especie humana y, por eso, Cicerón tuvo un hijo degenerado, como es sabido, y los del sabio Sócrates salieron más a la madre que al padre, según lo ha hecho notar cierto autor, lo cual vale tanto como decir que fueron tontos.


CAPITULO XXV


Continúa la misma materia

Pudiera, sin embargo, tolerarse a los sabios el desempeño de los cargos públicos, aunque nos hiciesen el efecto de asnos tocando la lira, con tal que en los restantes negocios mostraran singular maestría; pero llevad un sabio a un banquete, y es seguro que aguará la fiesta con su melancólico silencio o con sus impertinentes cuestioncillas; hacedle bailar, y creeréis ver saltar a un camello; conducidle a un espectáculo, y sólo mirarle a la cara bastará para que nadie se divierta y, como al sabio Catón, se le rogará que abandone el teatro, ya que no puede desarrugar el entrecejo; si cae en medio de una conversación, caerá de improviso como el lobo de la fábula; si se trata de compras, de convenios, en una palabra, de alguna de esas cosas de las que no puede prescindirse en la vida diaria, diríais que nuestro sabio más parece un tronco que un hombre.


Por tanto, como es del todo inhábil para las cosas ordinarias y discrepa enteramente de las opiniones y de las costumbres del vulgo, resulta absolutamente inútil para sí, para los suyos y para la patria; por lo cual se comprende también que tal diferencia de conducta y de sentimientos debe hacerle aborrecible para todo el mundo. Así, pues, como nada hay en el mundo que no esté lleno de necedad, y hecho por necios y para necios, yo aconsejaría a aquel que pretendiera ir contra la corriente que, imitando a Timón, el misántropo, se vaya a un desierto, y allí solito podrá refocilarse con su sabiduría.


CAPITULO XXVI


Importancia política de la Necedad

Mas, volviendo a mi propósito, ¿qué fuerza ha podido reunir en ciudades a hombres salvajes, rudos e ignorantes, sino la adulación? No otra cosa significan las simbólicas cítaras de Anfión y de Orfeo. ¿Qué fué lo que devolvió la tranquilidad a la plebe romana, cuando ya estaba próxima a sucumbir? ¿Acaso un discurso filosófico? Nada de eso, sino el pueril y ridículo apólogo del vientre y de las demás partes del cuerpo, de análoga virtud que el otro de Temístocles sobre la zorra y el erizo. Ninguna disertación filosófica llegaría a producir un efecto semejante al que produjo aquella fábula de la cierva de Sertorio, o la de los perros de Licurgo, o también aquella otra, digna de risa, sobre la manera de arrancar los pelos de la cola del caballo del mismo Sertorio, y no quiero decir nada de Minos y de Numa, que gobernaron al pueblo necio con sus fabulosas invenciones. Tales son las tonterías que exaltan a esa enorme y poderosa bestia que llamamos pueblo.


CAPITULO XXVII


La vida humana no es más que un juego de necios

Pero, además, ¿qué estados quisieron adoptar alguna vez las leyes de Platón o de Aristóteles o las máximas de Sócrates? ¿Qué fué lo que determinó a los dacios a sacrificarse espontáneamente a los dioses manes, y lo que arrastró a Quinto Curcio hasta el abismo sin la vanagloria, esa encantadora sirena tan extraordinariamente vilipendiada por aquellos filósofos? Porque ellos os dicen que nada hay más necio que un candidato que halaga al pueblo para obtener sus votos, comprar con prodigalidades sus favores, andar a caza de los aplausos de los tontos, complacerse con las aclamaciones, ser llevado en triunfo como una bandera, y hacerse levantar una estatua de bronce en medio del Foro. Agregad a esto, continúan, la adopción de nombres y sobrenombres, los honores divinos otorgados a gentes que apenas merecen el calificativo de hombres, y los que en las públicas ceremonias se dedican a tiranos infames, equiparándolos a los dioses, y dígase si todo esto no es tan rematadamente necio, que no bastaría un solo Demócrito para reírse de ello. Y yo contesto: ¿Quién lo niega? Mas, a pesar de ser así, esa necedad es el manantial de donde nacieron los hechos famosos de los grandes héroes que han exaltado hasta las nubes los oradores y literatos; y ella es la que engendra las naciones, conserva los imperios, las leyes, la religión, las asambleas y los tribunales, porque la vida humana no es otra cosa que un juego de necios.


CAPITULO XXVIII


Las artes, fruto de la vanagloria

Ahora diré algo sobre las artes. ¿Qué es, decidme, lo que mueve al ingenio humano a cultivar tales disciplinas, tenidas como excelsas, y a transmitirlas a la posteridad? ¿No es la sed de gloria? De tantas vigilias y fatigas creyéronse resarcidos algunos hombres verdaderamente necios con no sé qué fama, que es la cosa más quimérica de la tierra. Pero vosotros no olvidéis, entre tanto, cuántas son ya las ventajas excelentes de la vida que debéis a esta necedad y, sobre todo, la que es mucho más agradable, a saber: saborear la necedad de los demás.


CAPITULO XXIX


La verdadera prudencia se debe a la Necedad

Así, pues, después de haber reclamado para mí las excelencias del valor y del ingenio, ¿qué diríais si reclamase también las de la prudencia? Alguno pensará que esto es querer demostrar que el agua puede mezclarse con el fuego; no obstante, yo espero salir con mi propósito, si, como hasta aquí, me seguís concediendo vuestra benévola atención.


En primer lugar, si es cierto que la prudencia consiste en el uso que se hace de las cosas, ¿a quién debe aplicarse con más propiedad el nombre de prudente: al sabio, que en parte por modestia, en parte por timidez de carácter, no se atreve a emprender nada, o al necio, a quien ni la vergüenza de que carece, ni el miedo al peligro, que nunca se para a considerar, le hacen que ante nada retroceda? Refúgiase el sabio en los libros de los antiguos, de lo que no saca más que un mero artificio de palabras, mientras que el necio, arrostrando de cerca los peligros, adquiere, si no me equivoco, la verdadera prudencia. Homero, aunque ciego, parece que vió esta cuestión del mismo modo, cuando dijo que “el necio no conoce más que los hechos". Dos obstáculos hay, principalmente, que dificultan el conocimiento de las cosas: la vergüenza, que ofusca el espíritu, y el miedo, que, presentando el peligro, disuade de acometer las grandes acciones. De ambos os libra maravillosamente la Necedad; pero son pocos los hombres que comprenden las múltiples ventajas que proporciona el no avergonzarse por nada y el atreverse a todo. Y si acaso hubiere entre vosotros algunos de esos que prefieren adquirir aquella prudencia que consiste en una búsqueda, a base de reflexión, del justo valor de las cosas, os ruego que me oigáis cuán lejos están de ella los que se escudan con su nombre.


Es preciso notar, desde luego, que todas las cosas humanas, como las Silenas de Alcibíades, tienen dos caras que no se parecen en nada, de tal modo, que si lo que es juzgado solamente por lo exterior se hubiera tomado por la muerte, es realmente la vida si se sondea el interior; y, al contrario, lo que es vida por fuera, es muerte por dentro; lo que es hermoso es feo; la opulencia, miserable; lo infame, glorioso; la sabiduría, ignorancia; lo fuerte, débil; lo noble, plebeyo; lo alegre, triste; lo próspero, adverso; la amistad, el odio; lo dañoso, saludable. En una palabra, abrid la Silena y todo cambia.


Si esto parece tal vez a alguno de vosotros demasiado filosófico, voy a hablaros de una manera más vulgar y a poner mis palabras al alcance de todos.


¿Quién no creerá que un rey es un hombre opulento y poderoso? Pero si su alma no está dispuesta para el bien ni está satisfecha con los tesoros que posee, es un rey verdaderamente muy pobre, y si está dominado por los vicios, es un vil esclavo. El mismo razonamiento valdría para otros muchos casos, pero basta para mi objeto el ejemplo anterior. Y ¿a qué viene todo esto?, dirá alguno. Escuchad la enseñanza que deduzco de ello:


Si cuando los actores están en escena se le ocurriese a alguno quitarles las máscaras para mostrar a los espectadores sus rostros verdaderos y naturales, ¿no trastornaría la comedia y no merecería que el público le arrojase del teatro a pedradas como a un loco de atar? Evidentemente, porque en un momento todo cambiaría de aspecto; la mujer no sería más que un hombre, y el joven, un viejo; el que poco antes era rey se convertiría en un esclavo, y el que hacía de Dios, era un pobre hombre. Pero al deshacer las apariencias se habría perturbado toda la comedia, porque precisamente los disfraces y el afeite son los que mantienen la atención de los espectadores.


Pues bien: ¿qué otra cosa es la vida humana sino una comedia como otra cualquiera, en la que cada uno sale cubierto con su máscara a representar su papel respectivo, hasta que el director de escena les manda retirarse de las tablas? Frecuentemente, éste hace representar al mismo actor diversos papeles, y así, el que acaba de aparecer bajo la púrpura de un rey, reaparece luego bajo los andrajos de un esclavo. Todo disimulado, cierta mente; pero la comedia no se representa de otro modo.


Si, pues, un sabio bajado del cielo apareciese de repente y comenzase a decir: ``Este, a quien todos creen dios y señor, no es ni siquiera hombre, porque dejándose arrastrar como un borrego por sus pasiones, en realidad es un esclavo de ínfima condición, puesto que se complace en servir a tantos y a tan infames amos; este otro, que llora la muerte de su padre, debería alegrarse, porque ahora es, verdaderamente, cuando éste comienza a vivir, ya que esta vida no es otra cosa que una continua muerte; aquel otro, orgulloso de su estirpe, plebeyo y bastardo se habría de llamar, porque está muy lejos de la virtud, que es la única fuente de nobleza". Si este sabio de mi ejemplo hablase de todo lo demás de la misma manera, ¿qué conseguiría sino ser tenido por todos por un loco de remate? Creedme: de la misma suerte que no hay nada más necio que la sabiduría importuna, nada hay tampoco más imprudente que la prudencia mal entendida, porque no entiende el asunto el que pretende que la comedia deje de ser comedia, y no sabe acomodarse al tiempo y a las circunstancias o, al menos, no quiere acordarse de aquella regla de los banquetes que dice: o bebe o lárgate. Por el contrario, el verdadero prudente será el que sabiendo que es mortal, no se meta en libros de caballería y obra como la mayor parte de los hombres, que, o se avienen a hacer como que no ven, o se engañan con mucha cortesía. ¡Pero esto, se dirá, no es más que necedad! De ningún modo he de negarlo, con tal que se reconozca a su vez que tal es el modo de representar la comedia humana.


CAPITULO XXX


La Necedad conduce a la sabiduría, intolerable condición de los que el vulgo tiene por sabios


Oh dioses inmortales! ¿Callaré o diré lo que resta? Y ¿por qué he de callarlo, si es la pura verdad? Pero, antes de abordar tan alta empresa, acaso sería más conveniente impetrar el auxilio de las Musas del Helicón, que los poetas suelen invocar tantas veces por simples nonadas. ¡Inspiradme, pues, un momento, hijas de Júpiter, para mostrar que nadie puede llegar a alcanzar la excelsa sabiduría, donde reside el tesoro de la felicidad, sin tomar por guía a la Necedad!


Primeramente, está fuera de duda que todas las humanas pasiones son del dominio de la necedad, puesto que la característica que distingue al necio del sabio es que aquél se deja llevar por ellas, mientras que éste sigue los dictados de la razón. Por eso los estoicos recomiendan al sabio que se aparte de tal género de desórdenes, como si se tratara de enfermedades; no obstante, las pasiones, no sólo hacen las veces de pilotos para los que quieren navegar hacia el puerto de la sabiduría, sino que también suelen ser en todo acto de virtud algo así como espuela y acicate que estimulan a obrar bien. Y si es bien cierto que Séneca es típico hasta más no poder, sostiene tenazmente que el sabio debe carecer de toda clase de pasiones; sin embargo, al hacer esa afirmación no dejó en el sabio nada de ser humano, sería como una especie de Dios o un demiurgo, que no ha existido ni existirá nunca sobre la tierra; es más: para

decirlo más claro, sería una estatua de mármol con figura de hombre, pero insensible y por completo ajena a todo humano sentimiento. Por tanto, gocen en paz los estoicos de este su sabio, si les place; ámenle sin temor a rival alguno, pero vivan con él allá en la ciudad de Platón o, si les parece mejor, en la región de las Ideas o en los jardines de Tántalo.


Nadie habría, en verdad, que no huyese, horrorizado, como de un monstruo o de un espectro, de un hombre tal, sordo a todos los sentimientos de la Naturaleza; de un hombre sin pasión alguna, a quien ni el amor ni la misericordia le hacen más mella que si fuese de pedernal o de roca de mármol; de un hombre a quien nada se le oculta y nunca se equivoca, sino que, como otro Linceo, todo lo descubre, todo lo pesa y mide con minuciosidad, y nada ignora; de un hombre que sólo está contento de sí mismo y que se cree el único fuerte, el único prudente, el único soberano, el único libre y, en una palabra, el único en todas las cosas, aunque sólo en su opinión; de un hombre que no convive con los amigos, porque no tiene ninguno; de un hombre, en fin, que no repararía en mandar ahorcar a los mismos dioses, y que todo cuanto ve hacer a los demás lo condena como extravagante y se ríe de ello. Tal es el bicho raro que los estoicos consideran como el prototipo del sabio.


Decidme, pues: si se tratase de elegir, ¿qué nación elegiría un gobernante de este tipo, ni qué ejército lo designaría para general? Digo más: ¿qué mujer querría un marido semejante, qué huésped invitaría a tal convidado, qué criado tomaría un amo de esa catadura o sería capaz de soportarle? ¿Quién no ha de preferir a uno cualquiera de entre los más necios de la plebe, que, siendo necio, podrá mandar u obedecer a los necios, que será agradable para con sus semejantes, y la inmensa mayoría, complaciente con su mujer, alegre con sus amigos, atento con sus convidados, afable compañero, y, por último, que nada que sea humano ha de reputarlo ajeno a su persona?

Mas como ya hace tiempo que voy sintiendo lástima de este pobre sabio, vuelvo a hablar de los demás beneficios que proporciono a los hombres.

CAPITULO XXXI

Las calamidades humanas remediadas por la Necedad. Favores especiales que
dispensa a los viejos y a las viejas

Veamos: si alguien desde una excelsa atalaya mirase en torno de sí, como hace Júpiter, según dicen los poetas, vería cuántas calamidades afligen la vida de los hombres: nacimiento inmundo y miserable, crianza penosa, infancia expuesta a tantos

rigores, juventud sujeta a un sinnúmero de fatigas, ancianidad llena de molestias y, por fin, la muerte inexorable. Vería también la multitud de enfermedades que acosan la vida humana, los infinitos accidentes que la amenazan, las muchas desgracias que sobrevienen y cómo no hay nadie que no esté rebosando hiel. No hablo de los males que el hombre causa al hombre, como son, por ejemplo, la pobreza, la cárcel, la infamia, la vergüenza, las torturas, las asechanzas, la traición, las injurias, los litigios, los fraudes... Pero ¡parece que intento contar las arenas del mar! No os voy a explicar ahora la razón de que los hombres hayan merecido tales castigos, ni que Dios, encolerizado, los haya hecho nacer en tales desventuras; pero el que medite sobre esto, ¿acaso no disculpará el suicidio de las doncellas de Mileto, aunque se compadezca de ellas?

Con todo, ¿quiénes han sido principalmente los que apelaron al suicidio como recurso contra el destino y contra el hastío de la vida? ¿No fueron, por ventura, los devotos de la sabiduría? Sin hablar de los Diógenes, de los Jenócrates, de los Catones, de los Casios y de los Brutos, os citaré solamente a aquel Quirón que, pudiendo gozar de la inmortalidad, prefirió de buen grado la muerte. Supongo que comprenderéis bien lo que sería del mundo si todos los hombres fueran como estos sabios; muy pronto la tierra se quedaría desierta y habría que echar mano a una arcilla y acudir a otro alfarero como Prometeo. Por eso yo, valiéndome unas veces de la ignorancia, otras de la irreflexión, algunas del olvido de los males, no pocas de la esperanza de los bienes y, en ocasiones, de una gota de la miel de los deleites, voy remediando de tal modo las innúmeras calamidades humanas, que ningún mortal quiere dejar la vida aunque se le acabe el hilo de las Parcas y haga ya tiempo que comenzó a despedirse del mundo. Las mismas razones que debían convencerle para no desear conservar la existencia, son, sin embargo, las que le incitan a querer vivir más; ¡tanto aborrecen experimentar cualquier tristeza!

Si; gracias a mí, vemos por doquier a esos viejos de senectud nestórea que apenas tienen ya forma humana, balbucientes, chochos, desdentados canosos, calvos y -para pintarlos mejor con las palabras de Aristófanes- “sórdidos, encorvados, fatigosos, arrugados, pelados, sin dientes e impotentes'', pero que de tal modo les vemos amar la vida, que hacen todo lo posible por rejuvenecerse; y así, el uno se tiñe las canas, el otro disimula la calva con una peluca postiza, el otro se guarnece la boca con dientes, que acaso pertenecieron a un cerdo; éste se muere de amor por una jovencilla y comete por ella más extravagancias que un adolescente, y no es raro que cuando ya están decrépitos y con un pie en la sepultura, se casen con alguna jovenzuela sin dote, que hará la dicha de los otros, cosa tan común en nuestros días, que casi se la estima como un mérito. Pero aún resulta mucho más divertido el ver a ciertas viejas, que casi ya se caen de viejas, y tienen tal aspecto de cadáver que parecen difuntas resucitadas, decir a todas horas que la vida es muy dulce, estar todavía en celo, o sensuales como cabras, usando de la frase griega; las cuales seducen a buen precio a un nuevo Faón, se embadurnan constantemente el rostro con afeites, nunca se separan del espejo, se depilan las partes secretas, enseñan todavía sus pechos blandos y marchitos, solicitan con tembloroso gruñido sus apetitos lánguidos, beben a todas horas, se mezclan en los bailes de las muchachas y escriben cartitas amorosas. Todo el mundo se ríe de ellas y las considera como lo que son: muy necias; pero ellas están contentas de sí mismas, hállanse mientras tanto en sus delicias, y dichosas con mis favores, resúltales la vida una pura miel.

Para quienes todo esto es una ridiculez, reflexionen y me digan si no vale más dejarse llevar de esas necedades que así endulzan la existencia, que buscar un árbol donde ahorcarse, como vulgarmente se dice, pues tengan en cuenta que si el vulgo juzga aquello como una deshonra vergonzosa, a mis adeptos, los necios, les importa un bledo, porque el deshonor apenas los alcanza, o, si los alcanza, no necesitan mucho trabajo para despreciarlo. Que les caiga una piedra sobre la cabeza, y eso sí que es una desgracia; pero como la vergüenza, la infamia, la deshonra y las injurias, en tanto ofenden en cuanto se tiene conciencia de ellas, claro es que cuando falta esa conciencia no se estiman como males. ¿Qué os importa a vosotros de que todo el mundo os silbe, con tal que vosotros mismos os aplaudáis? Pues bien: solamente la Necedad permite hacer estas cosas.

CAPITULO XXXII

Las ciencias son males de la vida

Pero me parece que oigo protestar a los filósofos: “Eso que tú ensalzas -dicen ellos- es deplorable; es ser dominado por la necedad y en virtud de ella errar, ignorarse, ignorar.'' Precisamente -les contesto yo- eso es ser hombre; y no veo por qué lo llamáis deplorable, cuando así también habéis nacido vosotros, así os habéis criado, así os habéis educado, y ésa es la suerte común a todos los mortales. No es posible decir que sea deplorable aquello que se deriva de la propia naturaleza del ser, a menos que se crea que hay que compadecer al hombre porque no puede volar como las aves, ni andar a cuatro patas como los cuadrúpedos, ni estar armado de cuernos como el toro. Por el mismo motivo se podría decir que un hermoso caballo es desdichado porque no conoce la gramática ni come pasteles, y que también lo es el toro porque no puede hacer gimnasia. Por consiguiente, del mismo modo que el caballo no es desgraciado porque desconozca la Gramática, así el hombre tampoco lo es porque sea necio, puesto que la necedad hállase conforme con su naturaleza.

Pero a esto replican los sofistas: ”El conocimiento de las ciencias es peculiar al hombre, con cuyo auxilio compensa el entendimiento las deficiencias de la Naturaleza.'' Como si la Naturaleza -respondo yo- hubiese tenido al crear al hombre una ley distinta de la que tuvo al crear a los demás seres, y como si ella, tan previsora para los mosquitos y hasta para las hierbas y las florecillas, solamente se hubiese dormido con respecto al hombre, forzándole a buscar las ciencias; más bien hay que decir que Teuto, ese genio malhechor enemigo del género humano, las ideó para colmo de sus tormentos, ya que resultan tan poco útiles para la dicha que hasta perjudican a quien las alcanza, si se mira el fin con que fueron propiamente descubiertas, como, según Platón, dijo con admirable frase un rey sapientísimo sobre la invención de la escritura.

Por tanto, reconozcamos que las ciencias fueron introducidas como una de tantas calamidades de la vida humana, y por eso a los autores de estos males, de quienes proceden todas las desventuras, se los llama demonios, nombre que en griego equivaldría a δαήμονας, que significa “los que saben”.

¡Oh, qué sencillas eran aquellas gentes de la edad de oro, que desprovistas de toda especie de ciencia, vivían sin más guía que las inspiraciones de la Naturaleza y la fuerza del instinto! ¿Para qué era necesaria la Gramática, cuando el idioma era el mismo para todos y no se buscaba en el lenguaje otra cosa que entenderse unos con otros? ¿De qué les hubiera valido la Dialéctica, no habiendo opiniones contrarias? ¿Qué lugar podría tener entre ellos la Retórica, no metiéndose nadie en los negocios ajenos? ¿Para qué recurrir a la Jurisprudencia, si estaban apartados de las malas costumbres, que han sido, sin duda alguna, el origen de las buenas leyes? No obstante ser mucho más religiosos aquellos hombres que los de ahora, no llegaban con impía curiosidad, a escudriñar los arcanos del Universo, las dimensiones de los astros, sus movimientos, sus efectos y las recónditas causas de las cosas. Se consideraba como un crimen el que alguien intentase penetrar más allá de lo que sus fuerzas le permitían, y la locura de sondear lo que sucede más allá de los cielos, ni siquiera se le pasaba a ninguno por la imaginación.

Mas, perdida poco a poco esta ignorancia de la edad de oro, fueron inventadas las ciencias, como he dicho, por los genios del mal, si bien al principio, en corto número, fueron por muy pocos cultivadas; después, la superstición de los caldeos y la ociosa fantasía de los griegos añadieron otras mil, verdaderos tormentos del espíritu, hasta el punto de que una sola de ellas, la Gramática, basta y sobra para torturar toda la vida de un hombre.

CAPITULO XXXIII

Ciencias que más se conforman con la Necedad

No obstante, las más estimadas entre todas estas ciencias son las que más se aproximan al sentido común, es decir, a la necedad. Mueren de hambre los teólogos, desaliéntanse los físicos, son objeto de burla los astrólogos, y de menosprecio los dialécticos, y solamente el médico vale más que muchos hombres, porque a los de este oficio, cuanto más ignorantes, audaces e indiscretos son, en mayor aprecio se los tiene aun entre la gente principal; y así puede afirmarse que la Medicina, especialmente tal como la ejercen hoy muchos, no es otra cosa que el arte de agradar a su enfermo, en tanto grado como pueda serlo la Retórica con respecto a su auditorio.

Después de los médicos, ocupan el lugar inmediato los leguleyos (si es que no ocupan el primero), de cuya profesión acostumbran burlarse los filósofos unánimemente, por considerarla propia de jumentos. Yo nunca seré de esta opinión, pues lo cierto es que estos burros son los que regulan a su antojo los grandes y los pequeños negocios de la vida y ven aumentar su fortuna, mientras los teólogos, después de haber sacado de sus tinteros todo lo divino, devoran sus habas y hacen una guerra sin cuartel a las chinches y a los piojos.

Así, pues, como las ciencias que proporcionan mayor provecho son las que guardan mayor afinidad con la Necedad, así también los hombres más felices son los que logran abstenerse absolutamente de toda relación con las ciencias y se dejan guiar tan sólo por la Naturaleza, que en nada nos falta sino cuando se pretende traspasar sus límites, y la cual odia lo artificial y se muestra tanto más hermosa allí donde no ha sido profanada por el arte.

CAPITULO XXXIV

Los animales son más felices que el hombre

Veamos: ¿No veis acaso que entre los animales de otras especies viven más dichosos los que son completamente ajenos a toda educación y no se dejan conducir por otro guía que no sea la Naturaleza? ¿Quiénes más felices y admirables que las abejas, a pesar de no tener todos los sentidos? ¿Qué arquitecto puede igularlas en la construcción de edificios, o qué filósofo ha fundado jamás una república semejante? En cambio, el caballo, por tener una inteligencia parecida a la del hombre y vivir bajo su mismo techo, es también partícipe de las humanas desdichas, y así, no es raro verle reventar en las carreras por el afán de no ser vencido, o caer herido en los campos de batalla, ganoso de triunfar y, junto con el jinete, morder el polvo de la tierra. Y eso que no hablo del freno que lo contiene, ni de las espuelas que lo punzan, ni de la prisión de la cuadra, ni de los latigazos, palos, bridas y jinete, ni en fin, de todo el atalaje de la esclavitud, a la que se sometió voluntariamente cuando, por imitar a los héroes, sintió con vehemencia el deseo de vengarse de sus enemigos. ¡Oh! ¡Cuán preferible es la vida de las moscas y de los pájaros, que viven a su capricho y sólo obedecen al instinto de la Naturaleza, mientras pueden escapar a las asechanzas del hombre! Encerrad a un pájaro en una jaula, enseñadle a remedar la voz humana, y es increíble cuánto pierde de su gracia natural. ¡Tan cierto es que las creaciones de la Naturaleza son siempre más bellas que lo que finge el arte!

De esta manera nunca alabaré bastante al famoso gallo de Luciano, el cual, habiéndose transformado primero en filósofo, bajo la figura de Pitágoras, y luego sucesivamente en hombre, en mujer, en rey, en simple particular, en pez, en caballo, en rana, y creo que hasta en esponja, juzgó que no había animal más desdichado que el hombre, porque todos los animales se contienen dentro de los límites de su condición, y sólo el hombre es el que intenta franquear los que le ha impuesto la Naturaleza.

CAPITULO XXXV

Ventajas que los necios tienen sobre los sabios

Dicho filósofo reconoce también muchas mayores preferencias a los ignorantes que a los doctos y a los ilustres, y en el famoso Grillo fué bastante más listo que el prudente Ulises, porque prefirió continuar gruñendo en la pocilga, a marcharse con él a correr aventuras peligrosas. Homero, padre de las fábulas, me parece que comparte esta opinión, puesto que, a menudo, llama a todos los mortales desdichados y desgraciados, y a Ulises, según él el prototipo de sabio, le da muchas veces el calificativo de “infeliz'' que no aplicó jamás ni a Paris, ni a Ajax, ni a Aquiles. ¿Por qué razón? Pues, sencillamente, porque aquel taimado farsante no hacía nada sin consultar a Palas, y por exceso de sabiduría se apartaba cuanto podía de las leyes de la Naturaleza.

Por tanto, así como los que están más lejos de la felicidad son aquellos que cultivan el saber, mostrándose entonces doblemente necios, ya que, a pesar de haber nacido hombres, olvídanse de su condición, pretendiendo emular a los dioses inmortales, y, a ejemplo de los titanes, declaran la guerra a la Naturaleza valiéndose de los ardides de la ciencia, así los menos desdichados son aquellos que más se aproximan a los instintos de los brutos y a la necedad, y no intentan nada que supere las fuerzas humanas. Veamos si podemos probar esto también, pero no con entimemas de los estoicos, sino con un ejemplo vulgar.

¡Por los dioses inmortales!, decidme: ¿Hay alguien más feliz que esos hombres a quienes las gentes llaman estultos, necios, imbéciles y tontos, nombres que son a mi entender hermosísimos? Quizá a primera vista, esto parezca necio y absurdo y, sin embargo, es una gran verdad. En primer lugar, éstos se ven libres del miedo de la muerte, que es, ¡vive Júpiter!, no pequeña ventaja; no sienten remordimientos de conciencia; los cuentos de aparecidos no los espantan; no se asustan de los fantasmas ni de los duendes; no los turba el temor de los males que los amenazan, ni se hinchan de orgullo por la perspectiva de los vienes futuros; en una palabra, no los consumen las mil y mil preocupaciones que atormentan la vida; no conocen la vergüenza, ni el respeto, ni la ambición, ni la envidia, ni el amor; y por último, por mucho que se acerquen en sus actos a la estupidez de los brutos, no pecan en opinión de los teólogos.

Medita ahora lo que digo, sabio archinecio, y considera todos los cuidados que torturan tu espíritu por doquier, de día y de noche; reúne en un montón todas las molestias que te afligen en la vida, y al cabo comprenderás de cuántos males he preservado yo a mis amados necios. Añádase a esto que ellos no solamente se regocijan, juegan, cantan y ríen a todas horas, sino que adondequiera que van llevan consigo el placer, la broma, la diversión y las carcajadas, como si tal virtud la hubiesen recibido por la indulgencia de los dioses para alegrar las tristezas de la vida humana. De esta forma, mientras los otros hombres inspiran a los demás muy contrarios afectos, los míos son por todos recibidos unánimemente con los brazos abiertos y los consideran como amigos, los buscan, los regalan, los festejan, los abrazan, los socorren si necesitan, les toleran cuanto dicen y cuanto hacen, y hasta tal punto nadie desea causarles daño, que los mismos animales salvajes templan con ellos sus rigores, como si naturalmente tuvieran conciencia de su condición inofensiva. Están, pues, en verdad, al amparo de los dioses y al mío singularmente, y, por tanto, nadie se atreve a disputarles este privilegio.

CAPITULO XXXVI

Continúa la misma materia

Y qué os parece si os digo que los más grandes reyes gustan tanto de mis protegidos, que algunos no pueden ni comer, ni pasear, ni pasar una hora entera sin sus bufones, y a menudo anteponen estos tontos a los austeros sabios, que sólo por pura vanidad acostumbran sustentar algunas veces en sus casas? A causa de esta preferencia, no creo que a nadie se le oculte ni sorprenda, pues esos sabios no suelen hablar a los príncipes más que de cosas tristes, y engreídos con su doctrina, no temen a veces herir los oídos delicados con mordaces verdades; en cambio, los bufones procuran lo único que los príncipes buscan a toda costa, no importa dónde: juegos, pasatiempos, carcajadas y distracciones. Tened por cierto que el necio posee una cualidad que no es de despreciar: la de ser sólo él franco y verídico. Y ¿qué cosa hay más digna de alabanza que la verdad? Aunque Platón en su Banquete hiciese decir a Alcibíades que sólo se halla en la embriaguez y en la infancia, no obstante, toda esa alabanza a mí especialmente se me debe, como afirma Eurípides, de quien es aquel célebre proverbio referente a nosotros: “El necio no dice más que necedades.'' El tonto, lo que lleva en el pecho es lo que lleva en la cara y lo que le sale por la boca; pero los sabios tienen dos lenguas, según asegura el mismo Eurípides, una de las cuales dice la verdad, y la otra sólo lo que conviene, según las circunstancias; para éstos, es blanco lo que ayer era negro, o es frío ahora lo que antes era caliente, porque hay una gran distancia entre lo que esconden en su interior y lo que fingen con sus palabras.

En verdad que los príncipes, con toda su felicidad, me parecen extremadamente desdichados, por faltarles quien les diga la verdad y porque se ven obligados a tener a su lado aduladores en lugar de amigos. Pero alguien me dirá: ”Es que los oídos de los príncipes aborrecen la verdad, y por esto mismo huyen de los sabios, temiendo tropezar con alguno libre en demasía que se atreve a decirles cosas más verdaderas que agradables.'' Conformes: los reyes no aman la verdad. Y, sin embargo, he aquí una cosa admirable: el ejemplo de mis fatuos prueba no solamente que los reyes acogen con placer las verdades, sino también hasta las injurias directas, y se da el caso de que aquello que dicho por un sabio se habría castigado con la muerte, produzca en labios de un tonto un contento increíble.

La verdad, en efecto, posee cierta natural virtud de agradar; pero éste es un privilegio que los dioses no han concedido más que a los necios. He aquí por qué, generalmente, gusten tanto las mujeres de los hombres de esta jaez, pues siendo por su naturaleza

más inclinadas al placer y a la frivolidad, todo lo que hacen bajo dicho pretexto, aunque a veces se trate de lo más grave, achacándolo a broma y a juego. ¡Es un sexo tan ingenioso, sobre todo cuando se trata de paliar sus deslices...!

CAPITULO XXXVII

Continúa el mismo asunto de los dos capítulos anteriores

Volviendo a la felicidad de los fatuos, digo que, después de haber pasado su vida muy alegremente, sin tener ni sentir la muerte, se van derechitos a los Campos Elíseos para divertir con sus pasatiempos a las almas piadosas y ociosas. Compárese ahora a cualquier sabio con un necio de esta clase. Pues haceos cuenta de que a éste oponéis, como prototipo de sabiduría, un hombre que ha gastado su infancia y su juventud en aprender diversas disciplinas, que ha perdido lo mejor de su vida en constantes vigilias, cuidados y fatigas, y que en el tiempo restante no ha gustado el menor placer; un hombre siempre sobrio, pobre, triste, severo, áspero y duro para sí mismo; odioso e insoportable para los demás; pálido, seco, enfermizo, legañoso, con aspecto de viejo, que antes de tiempo encanece y antes de tiempo se marcha al otro mundo, por más que nada le importe morir a quien jamás vivió. ¡Ahí tenéis el lindo retrato de un sabio!...

CAPITULO XXXVIII

Clases de locura

Pero ya oigo croar otra vez a las ”ranas del Pórtico”, esto es, los estoicos. ``No hay mayor desgracia -dicen- que la locura. Ahora bien: la necedad declarada está muy cerca de la locura, o, mejor dicho, la necedad es la misma locura. Porque ¿qué otra cosa es la locura sino el extravío de la razón?'' Mas los que así piensan incurren en un error crasísimo; por lo cual, con la ayuda de las Musas, voy a deshacer tal silogismo en un instante.


Trátase, en efecto, de un argumento especioso; pero así como Sócrates, según dice Platón, enseñaba que en una Venus pueden verse dos Venus, y en un Cupido dos Cupidos, de la misma manera debieran estos dialécticos distinguir entre una y otra clase de locura, si es que quieren pasar por cuerdos. Porque no puede admitirse que toda locura sea funesta, pues de lo contrario, no hubiera escrito Horacio: ”¿Soy juguete de una amable locura?'', ni Platón habría colocado entre las mayores excelencias de la vida la exaltación de los poetas, la de los adivinos y la de los amantes, ni la Sibila hubiese calificado de loca la empresa de Eneas.


Hay, pues, realmente dos clases de locura. Una es la que las Furias vengadoras vomitan en los infiernos cuando lanzan sus serpientes para encender en el corazón de los mortales, ya el ardor de la guerra, ya la sed insaciable del oro, ya los amores criminales y vergonzosos, ya el parricidio, ya el incesto, ya el sacrilegio, ya cualquier otro designio depravado, o cuando, en fin, alumbran la conciencia del culpable con la terrible antorcha del remordimiento. Pero hay otra locura muy distinta que procede de mí, y que por todos es apetecida con la mayor ansiedad. Manifiéstase ordinariamente por cierto alegre extravío de la razón, que a un mismo tiempo libra al alma de angustiosos cuidados y la sumerge en un mar de delicias. Tal extravío es el que, como un gran favor de los dioses, pedía Cicerón en sus Cartas a Atico, a fin de perder la conciencia de sus muchas adversidades. Tampoco lo consideró como un mal aquel habitante de Argos que había estado loco hasta el punto de pasar todo el santo día en el teatro completamente solo, riendo, aplaudiendo y divirtiéndose, porque creía ver representar comedias admirables, aunque en el escenario no había nada, lo cual no era obstáculo para que practicase bien todos los deberes de la vida: ”alegre con los amigos, complaciente con su mujer e indulgente con los criados, no enfureciéndose nunca porque le destaparan una botella.'' Habiéndole curado su familia a fuerza de cuidados y medicamentos, y ya recobrando el juicio y completamente sano, se lamentó con sus amigos en estos términos: ``¡Vive Pólux, amigos, que me habéis matado! No, no me habéis curado quitándome esa dicha, haciendo desaparecer a viva fuerza el extravío más dulce de mi espíritu.'' Y tenía mucha razón. Ellos eran los que se equivocaban y los que más necesitaban el eléboro, por haber creído expulsar con drogas, como si se tratase de una enfermedad, una locura tan divertida y tan feliz.


Con esto no quiero afirmar que sea lícito dar el nombre de locura a toda aberración de los sentidos o del espíritu, ni que pueda, por ejemplo, considerarse como loco a aquel que, por tener telarañas en los ojos, confunda un mulo con un pollino, o aquel otro que del mismo modo admire como perfecta una poesía ramplona. Pero si al error de los sentidos se añade el del juicio, entonces sí puede afirmarse que tal hombre no está lejos de la locura; así ocurrirá, por ejemplo, con el individuo que oyendo a un asno rebuznar creyera escuchar una maravillosa sinfonía, o con aquel otro, pobre y de baja condición, que pensara ser Creso, rey de Lidia. Sin embargo, cuando este género de locura es inclinada al deleite, como ocurre con frecuencia, reporta no menos regocijo a los que la tienen que a los que la presencian, sin ser éstos tan locos como aquéllos, pues siendo esta variedad de locura más general de lo que se cree, el loco ríese del loco, unos a otros se proporcionan recíproco solaz, y no es raro observar que el que lo es más se burla con mayores ganas del que lo es menos.


CAPITULO XXXIX


Algunas formas de la Necedad: La caza, la monomanía de edificar, la alquimia y el juego



No obstante, cuanto más necia es una persona, más feliz es, según juicio de la Necedad, siempre que no se salga de aquel género de locura que a mí me es peculiar y que se halla tan extendido que yo no sé si entre todos los mortales podría encontrarse alguno que constantemente sea sensato y no esté poseído de cierta especie de locura. La diferencia entre ambas locuras estriba en que el uno confunde una calabaza con una mujer, y a éste llaman loco, porque esto se les ocurría a poquísimas personas, y en que el otro, aunque comparta su mujer con otros muchos, la pondera en más que a Penélope y ensalza sus perfecciones de modo inusitado; este tal se engañaría dulcemente, y no habría nadie que le creyese loco; su caso es muy frecuente. ¡Hay tantos maridos que hacen lo mismo!


También hay que colocar entre mis fieles aquellos otros que ante la caza mayor todo lo juzgan despreciable, y dicen recibir placer singularísimo cuando oyen el bronco sonido del cuerno con los aullidos de su jauría, y sospecho que hasta cuando huelen los excrementos de sus perros se imaginan que es cinamomo. ¡Qué dicha tan incomparable la de descuartizar la pieza!... Porque eso de despedazar toros y carneros, es bajo y plebeyo; solamente al noble corresponde hacer cuartos a las fieras. El hidalgo, con la cabeza descubierta, hincado de rodillas y armado del cuchillo destinado a este uso (porque emplear cualquier otro no sería lícito), va cortando religiosamente ciertos miembros del animal, con ciertos gestos y según cierto orden, mientras que la multitud silenciosa que le rodea admira con recogimiento, como si fuese una novedad, un espectáculo ya visto por milésima vez; y si alguno ha tenido la suerte de saborear un pedazo de la res, lo considera como un título de nobleza. Así, pues, a fuerza de perseguir bestias feroces y engullírselas nuestros cazadores casi acaban por convertirse en una especie de alimañas, aunque supongan que se dan una vida de reyes.


A su lado hay que poner a los que, consumidos por la monomanía de edificar, cambian hoy lo redondo en cuadrado y mañana lo cuadrado en redondo; y lo hacen sin ton ni son, hasta que, viniendo a la extrema indigencia, no les queda ya ni donde vivir, ni de qué comer. ¡Miserables! Mas ¿qué les importa, si entre tanto pasaron unos cuantos años gozando de la vida?


Asimismo, figuran junto a ellos, a mi juicio, los que cultivando las nuevas ciencias ocultas, afánanse por transmutar la naturaleza de los cuerpos, y andan por tierras y por mares a caza de no sé qué quinta esencia. A éstos los cautiva de tal manera la dulce esperanza, que jamás los arredran los trabajos ni los dispendios, y siempre están ideando, con ingenio sutilísimo, algo que, aunque los burle una vez más, les proporcione una grata ilusión, hasta que llega el día en que, consumido todo su caudal, no tienen ni aun para encender sus hornillos. No por ello, sin embargo, renuncian a soñar con sus desvaríos; antes bien, engatusan a los demás a gozar de la misma felicidad, y cuando ya han perdido toda esperanza, réstales aún una máxima que es para ellos altamente consoladora, a saber: ”Que las cosas grandes, con intentarlas basta,'' y así achacan el fracaso a la brevedad de la vida, que nunca es suficiente para llevar a cabo las arduas empresas.


Dudo un poco si debo o no admitir a los jugadores entre los nuestros. Sin embargo, hay que afirmar que es un espectáculo absolutamente tonto y ridículo el que ofrecen algunos de ellos, tan apasionados por el juego, que apenas oyen el ruido de los dados, ya les está dando brincos el corazón. Después, embriagados por las promesas que constantemente les tiende la avaricia de la ganancia, llevan su patrimonio a naufragar y estrellarse en el escollo del tapete verde, no menos temible que el cabo Malio; pero apenas han salido del agua en cueros vivos, engañan a cualquiera antes que a quien les ganó el dinero, para que no se diga que son hombres de poca formalidad. ¿Qué más? Cuando ya son viejos y están casi ciegos, causa risa verlos jugar con antiparras; y, por último, cuando la vengadora gota les paraliza sus dedos, ¿no pagan un sustituto para que eche por ellos los dados en el cubilete? Todo lo cual sería muy delicioso si no fuera que como el juego muchas veces degenera en rabia, más bien que a mí, corresponde a las Furias.


CAPITULO XL


La superstición como forma de Necedad

Pero he aquí otros hombres que, sin duda alguna, son de nuestra grey. Quiero hablar de los que se complacen en contar o en oír milagros y mentiras monstruosas y nunca se cansan de escuchar las fábulas más extrañas acerca de espectros, de duendes, de fantasmas, de infiernos y de otras mil maravillas por el estilo, las cuales, cuanto más se apartan de la verdad, más crédito les dan las gentes, y con mayor delicia las escuchan. Adviértase que esto no sirve tan sólo para matar el tiempo a maravilla, sino también para ganar dinero principalmente a los clérigos y predicadores.


Afines a éstos son los que tienen la necia, aunque dulce persuasión, de que si ven alguna imagen o cuadro de San Cristóbal, el Polifemo cristiano, ya no se morirá aquel día; los que por rezar cierta oración ante la efigie de Santa Bárbara, se imaginan que volverán sanos y salvos de la guerra; y también los que por visitar la imagen de San Erasmo en ciertos días, llevándole tantas velas y diciéndole tales o cuales preces, esperan que muy pronto van a ser ricos. De la misma manera que tienen un segundo Hipólito, también han convertido a Hércules en San Jorge, y si bien no adoran del mismo modo que al santo a su caballo, que adornan muy devotamente con jaeces y gualdrapas, procuran de cuando en cuando ganarse sus gracias por medio de algunas ofrendillas, y tienen por cosa digna de reyes el jurar por su casco de bronce.


¿Y qué diré de aquellos que embaucan al pueblo muy suavemente con sus fingidas indulgencias y que miden como con una clepsidra (reloj de agua) la duración del Purgatorio, contando los siglos, los años, los meses, los días y las horas sin equivocarse en modo alguno, como si se sirviesen de una tabla matemática? ¿Y qué de aquellos que, usando de ciertos signos mágicos y ensalmos inventados por algún piadoso impostor, ya para la salud de las almas, ya para provecho de su bolsa, prométenselo todo: riquezas, honores, placeres, buena mesa, salud a prueba de bomba, larga vida, vejez floreciente y, en fin, un puesto en el Cielo al lado de Cristo? Verdad es que esta última ventaja no la quieren sino lo más tarde posible, es decir, cuando con gran pesar suyo los abandonan los placeres de este mundo, a los que se agarran con dientes y con uñas; entonces, y sólo entonces, quieren sustituir las delicias de la tierra con las del cielo.


Hay que mencionar también aquí al comerciante, al soldado y al juez, que, apartando de sus rapiñas un mísero ochavo para obras pías, créense ya tan limpios de culpas cual si se hubiesen bañado en la laguna Lerna y redimidos como por un pacto de sus perjurios, orgías, borracheras, camorras, asesinatos, calumnias, perfidias y traiciones, hasta el extremo de tener el convencimiento de que han adquirido patente para comenzar de nuevo sus fechorías.


Pero ningunos más necios y con todo más felices que esos otros que esperan ganar algo superior a la felicidad suprema recitando a diario aquellos siete versículos se los sagrados Salmos, pues ya sabéis que el rezo de esos mágicos versículos, créese que le fue indicado a San Bernardo por cierto demonio burlón, aunque más ligero que malicioso, pues se enredó en sus propias redes.


Pues bien: todo esto que es tan necio, que casi a mí misma me avergüenza, no solamente es aprobado por el vulgo, sino también por los que enseñan la Religión. Pero ¿qué más?, al mismo género de necedad pertenece la costumbre de que cada comarca tenga su patrono, y de que a cada uno de estos santos se le atribuya una virtud particular y se le venere con un culto especial: uno cura el dolor de muelas, otro ayuda a las mujeres en sus partos, éste restituye los objetos robados, aquél socorre a los náufragos, el de más allá protege a los rebaños, y así sucesivamente, pues resultaría interminable mencionarlos a todos; sólo diré que hay algunos que poseen virtud para varias cosas, principalmente la Virgen, Madre de Dios, a quien el vulgo atribuye casi más poder que a su propio Hijo.


CAPITULO XLI


Sigue la misma materia del capítulo anterior

Y ¿qué es lo que los hombres piden a estos santos sino cosas concernientes a la necedad? Veamos. Entre tantos exvotos colgados de los muros y de las bóvedas de algunos templos, ¿habéis visto alguna vez uno solo puesto por el que se haya curado de la necedad o por el que haya adquirido un grano de sabiduría? Ni por casualidad. Los que allí se ven son los dedicados así: un náufrago se salvó nadando; un soldado, atravesado de parte en parte por el enemigo, curó de sus heridas; éste, en medio de una batalla, y mientras los demás batían el cobre, huyó con tanta fortuna como valor; aquél, colgado ya en la horca, impetró el favor de cierto santo, protector de los ladrones, el cual hizo que se rompiese la cuerda para que su protegido continuase aliviando a algunos del peso de las riquezas mal adquiridas; aquel otro escapó de la cárcel rompiendo los cerrojos; el de más allá curó de la fiebre con gran indignación del médico; junto a éste se ve un marido que, habiendo bebido un veneno, no hizo más que soltarle el vientre, y lo que había de ser su muerte fué su purga, con gran descontento de su mujer, que perdió su dinero y su trabajo; más lejos hay un faetón que, al volcarse su carro, pudo llevar a casa sus caballos sanos y salvos; su vecino de la derecha, sepultado una vez en hundimiento, sobrevivió a la ruina; su vecino de la izquierda tuvo la suerte de escapar de las garras de un marido que le cogió in fraganti. Todo esto está bien; pero no se ve ni uno solo que dé las gracias por verse libre de la necedad, pues es tan dulce no saber nada, que por preservarse de todo hacen votos los mortales, menos de la imbecilidad.


Mas ¿por qué me meto yo en este piélago de supersticiones? Podría decir, como Virgilio, que “ni aun teniendo cien lenguas y cien bocas y una voz de bronce, me sería posible dar a conocer todas las clases de fatuos, ni enumerar las innúmeras formas de la necedad''. Tan llena está la vida de todos los cristianos de esta suerte de delirios, que los mismos clérigos, sin gran dificultad, las admiten y fomentan, no ignorando lo mucho que pueden acrecentar sus estipendios. Figuraos que, en medio de estas gentes, se presentase de improviso uno de esos sabios insufribles y proclamase algunas verdades como éstas: ”No morirás mal si vives bien; redimirás tus pecados si añades al óbolo de tu ofrenda el odio de tus faltas, y las lágrimas, las vigilias, las oraciones y los ayunos; en una palabra, si cambias radicalmente tu modo de vivir; un santo te será propicio si imitas su vida''; pues bien: si esos sabios, repito, saliesen con estas o parecidas monsergas, verías cómo se trastornaría en seguida la felicidad de los mortales, y la confusión que causaría en sus conciencias.


A la misma hermandad que los anteriores pertenecen también los que en vida disponen minuciosamente la pompa que quieren para sus funerales, determinando con especial cuidado el número de hachones, de mantos de luto, de cantores y de plañideras que han de ir a su entierro, como si aquel día se les hubiera de devolver la existencia para que gocen del espectáculo, o como si los difuntos se avergonzasen de no ser enterrados sus cadáveres con ostentación. Todo lo previenen como si fuesen ediles encargados de preparar los juegos y banquetes públicos.


CAPITULO XLII


Importancia que tiene el amor propio en los individuos

Aunque tengo alguna prisa, no puedo, sin embargo, pasar en silencio a aquellos que, si bien es cierto que no difieren gran cosa de un pobre remendón, jáctanse, no obstante, de una manera increíble de poseer un vano título nobiliario. El uno dice que desciende de Eneas; el otro, de Bruto, y el de más allá, del rey Artús; en todos los rincones de sus casas muestran las estatuas y retratos de sus antepasados, cuentan sus bisabuelos y sus tatarabuelos y recuerdan sus antiguos apellidos; pero, en realidad, no están ellos mismos muy lejos de ser como las mudas estatuas de que se glorían; antes, al contrario, son más estúpidos que los retratos que enseñan. A pesar de ello, gracias al dulcísimo Amor Propio, gozan de una vida completamente feliz, pues nunca faltan algunos tan necios como ellos, que admiran a esta especie de brutos como si fueran dioses.


Pero ¿por qué he de hablar de géneros de necedad, como si Filaucia (el Amor Propio) no dispusiera por doquier de mil medios para hacer dichosos a muchísimos hombres? Este, más feo que un mico, se tiene por más hermoso que Nireo; el otro, en cuanto sabe trazar tres líneas con el compás, se juzga un Euclides; y aquel otro, que es como un asno delante de una lira, y cuya voz es tan chillona como la del gallo cuando anda detrás de la gallina, se cree un nuevo Hermógenes.


Hay, en verdad, una clase de locura extraordinariamente agradable, superior a las demás, y de cuya posesión algunos se envanecen como si fuese suya. Tal fué la de aquel rico, dos veces feliz, de que nos habla Séneca, que cuando tenía que contar un cuentecillo, ponía junto a sí a sus siervos para que le apuntasen las palabras y a los cuales no hubiera dudado en enviar a la palestra a hacer sus veces en un certamen de pugilato, pues era hombre tan para poco, que sólo podía vivir confiado en que tenía en su casa muchos y muy robustos esclavos.


Y ¿qué diremos de los cultivadores de las bellas artes? Les es tan peculiar la Filaucia, que antes los veríamos renunciar a su patrimonio que ser tenidos por genios; pero principalmente entre los comediantes, músicos, oradores y poetas, el más ignorante es el que posee mayor presunción, mayor jactancia y más elevado concepto de sí mismo; y con todo, encuentran imbéciles de su calaña que los admiren, porque cuanto más tontos son, más admiradores hallan, ya que por ser, como dijimos, la mayoría de los hombres vasallos de la Necedad, lo peor gusta siempre a los más. Por consiguiente, si los imbéciles son los más satisfechos de sí mismos y los más admirados por todos, ¿quien será el necio que prefiera la verdadera sabiduría, que tanto trabajo nos cuesta adquirir, nos vuelve tímidos y vergonzosos, y, por último, encuentra tan pocos apreciadores?


CAPITULO XLIII


Importancia que tiene Filaucia en los pueblos

Es más: veo que la Naturaleza, así como ha hecho nacer a cada individuo con su peculiar Filaucia, ha inoculado también en cada nación y en cada ciudad una Filaucia común. De aquí procede el que los ingleses, por encima de toda excelencia, recaban para sí la de su figura, la de su música y la de su buena mesa; los escoceses précianse de que sus blasones nobiliarios proceden de regia estirpe, y de su sutileza en la dialéctica; los franceses se reservan la urbanidad de costumbres; los parisienses se arrogan casi exclusivamente y de un modo particular la gloria de la ciencia teológica; los italianos pretenden tener el cetro de la literatura y de la elocuencia, sosteniendo, en nombre de ellas, que son los únicos entre los mortales que están libres de salvajismo; en este género de felicidad, los romanos creen tener el primer puesto, y todavía siguen soñando plácidamente en su antigua Roma; los venecianos se dan por satisfechos con su nobleza; los griegos, como creadores de las ciencias, se pavonean con los títulos de gloria de los héroes famosos de la antigüedad; los turcos y toda la restante mezcolanza de los bárbaros se ufanan de poseer la mejor religión, y se burlan de los cristianos como si fuesen supersticiosos; pero los judíos, con mucha mayor tranquilidad, esperan todavía obstinadamente su Mesías, y conservan hasta hoy con fanatismo la memoria de Moisés; los españoles no ceden a nadie la gloria militar, y los alemanes, en fin, se enorgullecen de su corpulencia y de su conocimiento de las ciencias ocultas.


CAPITULO XLIV


Loores de la adulación

Y que habréis visto claramente, no concretando más casos, creo cuánta dicha proporciona por doquier Filaucia a todos los hombres, tanto individualmente como en conjunto; a ella se parece mucho su hermana la Adulación, ya que Filaucia no es otra cosa que pasarse a sí mismo la mano por el lomo, mientras que la Adulación o Κογαχία consiste en pasársela a los demás. Hoy día esta última hállase bastante esprestigiada, aunque sólo de aquellos que se preocupan más de las palabras que de las cosas, porque creen que la buena fe es incompatible con la adulación; pero pudieran convencerse de que precisamente sucede todo lo contrario si se fijasen en algunos ejemplos de los animales. En efecto: ¿hay algo más adulador que un perro y al mismo tiempo más fiel? ¿Hay un ser más manso que la ardilla y, sin embargo, más amigo del hombre? No, ciertamente, a no ser que se admita que el león cruel, el tigre feroz y el leopardo furioso se avienen mejor con la condición humana.


Es cierto que hay una clase de adulación completamente abominable, que es la que emplean algunos pérfidos y burlones para perder a los incautos; pero la mía emana de un corazón bueno y cándido y está mucho más cerca de la virtud que aquella otra tan opuesta a ella, la cual, como dijo Horacio, es ruda, impertinente, desaliñada y molesta. Ella levanta las almas abatidas, consuela a los tristes, vigoriza a los débiles, despabila a los torpes, alivia a los enfermos, doma a los soberbios, hace que nazcan y duren las amistades, inspira a los niños en el estudio de las letras, regocija a los viejos, amonesta y enseña a los príncipes bajo el disfraz de la lisonja y sin ofenderlos, y hace, en fin, que el hombre sea más agradable y querido para sí mismo, lo cual constituye, sin duda, la mejor dicha a que se puede aspirar. ¿Qué cosa más útil y complaciente que la que se prestan dos mulos rascándose mutuamente? Pues no hay que decir que algo semejante representa la adulación para la fama de los oradores, mayor para la de los médicos y mucho más grande aún para la de los poetas; ella constituye, en fin, el encanto y el adorno de toda relación humana.


CAPITULO XLV


La felicidad depende de la opinión de los hombres

Algunos dirán que es una desgracia el engañarse. Y yo digo que es mayor desgracia el no engañarse nunca. Están en un error, ¿qué duda cabe?, los que suponen que la felicidad del hombre se halla en las cosas mismas, mientras lo cierto es que depende de la opinión que de ellas nos formamos. La razón está en lo siguiente: las cosas humanas son tan vacías y tan oscuras, que es imposible saber nada de una manera cierta, como dijeron muy bien mis platónicos, los menos vanidosos de todos los filósofos. Pero aunque se llegase a saber alguna cosa, muchas veces es a costa de la alegría de la vida, pues en último resultado, el espíritu humano está hecho de tal manera, que le es más accesible la ficción que la verdad. Si alguien desea una prueba palpable y evidente de esto, no tiene más que entrar en una iglesia cuando haya sermón, y allí verá que si se habla de algo serio, la gente bosteza, se aburre y acaba por dormirse; pero si el voceador (me he equivocado, quise decir el orador) comienza, como es frecuente, a contar algún cuento de viejas, todos despiertan, atienden y abren un palmo de boca. Del mismo modo, si se celebra la fiesta de un santo fabuloso o poético, como, por ejemplo, San Jorge, San Cristóbal y Santa Bárbara, observaréis que se los venera con mucha mayor devoción que a San Pedro, San Pablo y que al mismo Jesucristo.


Mas dejemos estas cosas, que no son de este lugar. Y ahora digamos: ¡cuán poco cuesta llegar a la posesión de aquella felicidad de que hablamos! Mientras el conocimiento de las cosas se adquiere frecuentemente a fuerza de muchos trabajos, y aun el de las más insignificantes, como la Gramática, es más fácil limitarnos a nuestras opiniones personales, que, con tanta o más holgura que aquél, conducen a la felicidad. Y si no, decidme: si alguno comiera un pescado tan podrido que ni el olor pudiera aguantar otra persona, y a él, sin embargo, le supiese a gloria, ¿qué le importaba para considerarse feliz? Por el contrario, si a uno le diese náuseas el esturión, ¿de qué le servirá este bocado para su felicidad? Si alguien tuviera una mujer muy fea y se hallase, no obstante, persuadido de que podría parangonarse con la misma Venus, ¿no será lo mismo para el caso que si la tal fuera realmente hermosa? Si un hombre poseyera un mal cuadro, embadurnado de rojo y amarillo, y lo admirase convencido de que era debido al pincel de Apeles o al de Zeuxis, ¿no sería más dichoso que el que por elevado precio comprase un cuadro de un reputado pintor y que acaso lo contempla con menos delectación? Yo conozco a cierto sujeto de mi mismo nombre[xiv] que de recién casado regaló a su esposa unas joyas falsas, y como era amigo de bromas, le hizo creer, no sólo que eran buenas y naturales, sino también rarísimas y de un valor inestimable. Y yo os pregunto: ¿Qué le importaba a la joven el engaño, si aquellos pedacitos de vidrio encantaban sus ojos y su espíritu, y ella los guardaba cuidadosamente como un riquísimo tesoro? En tanto, el marido habíase ahorrado el gasto y se divertía con el error de su esposa, que no se le mostraba menos agradecida que si le hubiese hecho el más rico regalo.


¿Acaso encontráis alguna diferencia entre los que en la caverna de Platón se dejaban fascinar por las sombras e imágenes de las cosas, sin desear nada y sin estar satisfechos de sí mismos, y aquel sabio, que habiendo salido de la cueva ve las cosas en su verdadera realidad? Si el Micilo de que habla Luciano hubiera podido soñar eternamente que era rico, no habría tenido que envidiar ninguna otra fortuna. Por consiguiente, no hay diferencia entre necios y sabios, o, si la hay, es a favor de aquéllos: en primer lugar, porque son felices con nada, esto es, persuadiéndose de lo que son y, además, porque comparten esta dicha con la mayoría de sus semejantes.

CAPITULO XLVI


Liberalidad de la Necedad

Sabido es que no hay goce verdadero como no sea en compañía. ¿Y quién ignora cuán poco abundan los sabios, si es que hay alguno? Durante muchos siglos los griegos no contaron más que siete, y ¡vive Hércules!, que, si se apretara un poco la mano, mal rayo me parta a que apenas se hallaría entre ellos la mitad de un sabio, o, mejor dicho, la cuarta parte de un sabio. De aquí que entre las muchas alabanzas que se prodigan a baco, sea la principal la de ahuyentar los cuidados de ánimo, aunque por poco tiempo, porque en cuanto se duerme la ”mona", en seguida vuelven, como suele decirse, al galope, las molestias del espíritu.


En cambio, mis beneficios son más completos y duraderos, porque, sin el más pequeño interés, abisman el alma en una embriaguez eterna de placer, de delicias, de éxtasis. Y no dejo a nadie sin participación en mis favores, mientras que los otros dioses son exclusivistas y tienen sus favoritos. Baco no hace producir a todos los países ese vino generoso y dulce que expulsa las penas y que es compañero de una fecunda esperanza; Venus no prodiga a todos los tesoros de su hermosura; Mercurio es todavía más parco en los dones de la elocuencia; las riquezas no caen más que sobre algunos privilegiados de Hércules, y el Gobierno no lo otorga a un Júpiter homérico cualquiera; con frecuencia Marte deja las batallas indecisas; son incontables los que se retiraron cabizbajos del trípode de Apolo; muchas veces Saturno hiere la tierra con el rayo; Febo, de cuando en cuando lanza sus flechas, que llevan a lo lejos la peste, y Neptuno ahoga a más navegantes de los que conduce a puerto. Y paso por alto a los Vejoves, Plutones, Axas, Furias, Fiebres y otros eiusdem furfuris, que más bien que dioses, diríase que son verdugos. Yo, la Necedad, soy la única que extiendo a todos, sin distinción alguna, mis preciosos beneficios.


CAPITULO XLVII


Culto universal de la Necedad

Yo no exijo voto alguno de vosotros; no me encolerizo ni reclamo expiaciones por si se hubiese omitido alguna ceremonia de mi culto; ni soy capaz de trastornar cielos y tierra porque alguno, imitando a otros dioses, me deje olvidada en mi casa y no me convide a percibir el olor de las víctimas. Aquellos dioses son tan quisquillosos sobre este particular, que casi es preferible y mucho más seguro no hacerles caso que honrarlos, ya que se parecen a esas personas de un humor tan malo y avinagrado, que vale más tenerlas completamente apartadas de sí, que tenerlas como amigas.


Pero vosotros me diréis que la Necedad no tiene templos y nadie le hace sacrificios. Es cierto, y me sorprende un poco, como os he dicho, semejante ingratitud. Mas aun esto mismo, gracias a mi indulgencia, lo estimo como un bien, puesto que ni siquiera puedo desear tales homenajes. ¿Por qué he de reclamar yo un granito de incienso, o la torta, o el macho cabrío, o el puerco, cuando en todas partes todos los hombres me rinden el culto interno, que los mismos teólogos reconocen como el mejor? ¿Acaso voy a envidiar a Diana porque se le ofrezca la sangre humana en holocausto? Más religiosamente adorada me considero yo, cuando veo que por doquier todos me llevan en su corazón, me confiesan en sus actos y me imitan en su vida, género de devoción que no es frecuente hallar ni aun tratándose del culto de los santos cristianos. ¿Cuántos llevan velas a la Virgen para que luzcan al mediodía, cuando no hacen ninguna falta, y, en cambio, cuán pocos son los que se esfuerzan por imitarla en su castidad, en la modestia y en el amor a las cosas divinas, que es el verdadero culto y el más agradable para el Cielo? Además, ¿para qué voy a desear yo un templo, cuando el universo entero es para mí, sin duda alguna, el más hermoso de todos los templos? A mí sólo me faltarán fieles donde no haya hombres.


Todavía no soy tan necia que reclame imágenes de piedra pintadas de colorines, cosa que perjudicaría a veces mi culto, pues hay gente tan insensata y tan roma de ingenio, que adoran las imágenes de los santos en vez de adorar a los santos mismos, de suerte que los dioses inmortales se parecen entonces a aquellos a quienes los sustitutos los echan a coces de los cargos que desempeñan. Yo creo que se me han levantado tantas estatuas como mortales hay, pues éstos (muchos, mal que les pese) llevan consigo mi viva imagen, y así, nada tengo que envidiar a los otros dioses porque a algunos de ellos se les rinda culto en tal o cual rincón de la tierra y en determinados días, como a Febo, en Rodas; a Venus, en Chipre; a Juno, en Argos; a Minerva, en Atenas; a Júpiter, en el Olimpo; a Neptuno, en Tarento, y a Príapo, en Lampsaco, con tal que por todo el orbe se me ofrezcan a mí continuamente sacrificios de más alto valor.


CAPITULO XLVIII


Formas vulgares que reviste la Necedad

Pero por si a alguno de vosotros os parece que lo que digo es más presuntuoso que verdadero, vamos a examinar un poco la conducta de los hombres, para que se vea claramente lo mucho que me deben y cuánto me aprecian todos, los grandes y los chicos. Para ello, no pasaremos revista a cada uno de los estados, porque esto sería interminable, sino tan sólo a los más importantes, por los cuales se podrán apreciar todos los demás.


En efecto: ¿qué he de deciros del vulgo y del populacho, que, sin discusión alguna, me pertenecen por completo? Abundan en ellos, por doquier, tantas clases de necedades, y cada día inventan otras nuevas, que no bastarían mil Demócritos para reírse de ellas, y aun entonces sería necesario otro Demócrito más para reírse de los otros mil.


Es casi imposible describir las risas, las diversiones y el regocijo que esas pobres gentes proporcionan diariamente a los dioses inmortales, porque si bien éstos pasan las horas sobrias de la mañana celebrando sus asambleas, frecuentemente bastante ruidosas, y escuchando los votos, el resto del día, una vez terminado el festín y cuando embriagados de néctar ya no quieren ocuparse de cosas serias, van a sentarse en la parte más alta del Empíreo, y allí, con la frente inclinada, miran lo que hacen los humanos, espectáculo que como ningún otro les divierte. ¡Oh dios inmortal! ¡Qué teatro éste! ¡Qué variedad en ese baturrillo de necios! Dígolo porque sabed que yo también suelo sentarme alguna vez que otra en el divino cenáculo de los dioses poéticos.


Uno se muere de amor por una mujerzuela, a quien ama con mayor pasión cuanto ella menos le quiere; el otro se casa con una dote y no con una mujer; aquí un marido prostituye a su misma esposa; allí un celoso vigila a la suya como un Argos; aquel enlutado..., ¡oh! ¡Cuántas necedades dice y hace llevando las plañideras para que representen la farsa del duelo, que es como si llorase sobre el cadáver de su madrastra!; este glotón da a su vientre todo lo que gana, a riesgo de morirse de hambre al día siguiente; aquel holgazán juzga que no hay otra cosa mejor que dormir y no hacer nada; vense algunos que se preocupan con gran cuidado de los negocios ajenos y abandonan los suyos; vense otros que toman dinero prestado para pagar sus deudas y que se creen ricos el día que quiebran; después es un avaro que no encuentra nada tan feliz como vivir a lo mendigo para enriquecer a su heredero; en seguida un comerciante que a través de los mares va exponiendo a merced de las olas y de los vientos su vida, que con ningún dinero podría recuperar; todavía se ve al aventurero que prefiere buscar la fortuna en la guerra, a gozar de un reposo apacible en su hogar; algunos piensan que captándose la voluntad de los viejos sin hijos, les será más fácil adquirirlas; otros, para conseguir lo mismo, se hacen amantes de las viejecillas ricas. Pero de ninguno de éstos reciben los dioses tan especial júbilo como de aquellos que acaban siendo engañados por los mismos a quienes pretendían engañar.


La clase más necia y mezquina de todas es la de los comerciantes, porque todo lo tratan con sordidez y por razones más sórdidas aún, pues a todas horas mienten, perjuran, engañan, defraudan, roban y, con todo, estímanse como la gente más principal del mundo, por el mero hecho de llevar sortijas de oro en los dedos. No les faltan frailecitos aduladores que los admiran y los tratan en público de señoría, sólo con el fin de que alguna parte de sus bienes, mal adquiridos, vaya a parar a la escarcela de la comunidad.


En otras partes se ve a ciertos pitagóricos tan convencidos de que todo es común, que en cuanto hallan alguna cosa mal guardada no vacilan en apropiársela como si les viniera por herencia.


Hay quienes nunca son ricos más que de esperanzas, sueñan con la fortuna y creen que esto les basta para su felicidad; algunos gozan únicamente pasando por ricos fuera de su casa, aunque se mueran de hambre dentro de ella; uno se da prisa a derrochar todo lo que tiene, mientras que el otro atesora cuanto puede por buenas o por malas artes; un candidato ambiciona los cargos públicos y, en cambio, otro mortal se deleita sentado junto al furgón; no pocos promueven pleitos interminables, en los que las partes luchan a porfía para enriquecer a un juez dado a dilatar los asuntos, y a un abogado que se entiende bajo cuerda con el contrario. Este ama los cambios, aquél trama grandes proyectos, y hay quien abandona casa, mujer e hijos para ir en peregrinación a Jerusalén, a Roma, a Santiago, donde no tiene nada que hacer.


En suma, si, como en otro tiempo Menipo, pudierais contemplar desde lo alto de la Luna la inenarrable confusión del género humano, creeríais estar viendo un enjambre de moscardones o mosquitos que riñen, luchan, se tienden asechanzas, se roban, se burlan, se huelgan, nacen, enferman y mueren. Son increíbles los trastornos y las catástrofes que suscita un animalito tan ruin, de tan corta vida, porque a veces basta una batalla, o el azote de una epidemia, para arrebatar y aniquilar en un instante a millares de ellos.


CAPITULO XLIX


Formas más elevadas de la Necedad: a) Los gramáticos

Pero yo misma soy una necia y muy merecedora de que Demócrito se ría de mí a carcajada limpia, al continuar enumerando las formas de las necedades y de las insanias populares. Me voy, pues, a limitar a tratar de aquellos que entre los hombres gozan de la reputación de sabios y que aspiran, como vulgarmente se dice, los laureles de Minerva.


Figuran en primer lugar los gramáticos, casta que sería seguramente la más desgraciada, la más afligida y la más menospreciada de los dioses, si yo no acudiera a mitigar los enojos de su triste profesión con cierto género de una agradable locura. No sólo han caído sobre ellos las cinco Furias o maldiciones de que nos habla el epigrama griego, sino cinco mil, pues siempre los veréis hambrientos y sucios en sus escuelas (escuelas dije, mejor haría en llamarlas letrinas o ergástulos) y rodeados de una tropa de rapaces que los hacen envejecer a fuerza de trabajos, que los aturden con sus gritos y que los asfixian por su fetidez y por sus marranadas. Sin embargo, gracias a mis beneficios, estímanse como los primeros hombres del mundo. Hay que ver cómo se engríen cuando con la voz y el aire amenazadores, espantan a su temblorosa chiquillería, cuando desgarran a estos desdichados a palmetazos, vergajazos y latigazos, y cuando, a su capricho, los castigan despóticamente, tengan o no tengan razón, imitando al asno de Crimea. Y, mientras tanto, su mugre les parece el más limpio aseo, los olores de su pocilga son olores de mejorana, y su misérrima esclavitud se les antoja un reino, hasta el punto de que no querrían trocar su tiranía por los imperios de Falaris o de Dionisio.


Pero todavía son más dichosos cuando piensan haber encontrado un nuevo método de enseñanza, porque aunque llenen la cabeza de los niños de puras vaciedades, no obstante, ¡o santos dioses!, ¿quién sería el que no tratase con desdén todos los Palemones y Donatos del mundo comparados con ellos? Y no sé de qué ilusiones mágicas se valen para que las tontas madres y los padres idiotas les reconozcan los méritos de que blasfeman. Añádase a esta satisfacción la que reciben cuando en algún manuscrito apolillado descubren, por ejemplo, el nombre de la madre de Anquises o una palabreja desconocida por el vulgo, como bubsequa (Boyero), bovinator (tergiversador) o mantoculator (ladronzuelo), y si desentierran en alguna parte un fragmento de piedra antigua, en el que leen una mutilada y borrosa inscripción, entonces, ¡oh Júpiter!, ¡qué transportes de alegría!, ¡qué triunfos!, ¡qué encomios! ¡Como si hubiesen conquistado Africa o tomado Babilonia! Y cuando recitan a todos los que se presentan sus versos, los más adocenados e insulsos del mundo, y nunca faltan admiradores, creen firmemente que el espíritu de Virgilio ha pasado a su cerebro.


Pero nada hay más divertido que cuando dos de estos pedantes se prodigan mutuas alabanzas y elogios, y se rascan recíprocamente; mas, si uno de ellos se equivoca en una sola palabra, y el otro, más listo, tiene la suerte de apercibirse, ¡por Hércules!, ¡qué tragedia!, ¡qué de peleas!, ¡qué de insultos y de invectivas!... Y si miento en el detalle más pequeño, ¡que caiga en mi cabeza la cólera de todos los gramáticos! He conocido a un erudito que domina el griego, el latín, las matemáticas, la Filosofía y la Medicina y no sé cuántas cosas más, que siendo ya sexagenario, abandonó todas estas ciencias para dedicarse exclusivamente a la Gramática, en la que hace más de veinte años se rompe la cabeza y se devana los sesos, diciendo que sería completamente feliz si le fuera dado vivir solamente el tiempo preciso para determinar claramente el modo de distinguir las ocho partes de la oración, cosa que, hasta ahora, según él, ni los griegos ni los latinos han logrado hacer de una manera satisfactoria, como si fuera un casus belli el confundir una conjunción con un adverbio. De aquí que, habiendo tantas gramáticas como gramáticos, o, mejor dicho, más (pues sólo a mi amigo Aldo Mauricio ha impreso más de cinco), no se encuentre ninguna, por bárbara y enojosa que sea, que nuestro hombre no haya hojeado y meditado, para no tener que envidiar al más inepto pedante que se dedique a estas especulaciones. ¡De tal modo teme que se le quite su gloria y que se malogren tantos años de trabajo!


¿Cómo queréis llamar a esto locura o necedad? Llámese con uno u otro nombre, poco importa, con tal que reconozcáis que, gracias a mis beneficios, el animal más miserable de todos goza de tal felicidad, que no querría trocar su suerte por la de los reyes de

Persia.


CAPITULO L


b) Los poetas, los retóricos y los escritores


Menos me deben los poetas, pues aunque pertenecen ex profeso a mi partido, son espíritus independientes, como dice un viejo proverbio, cuya única tarea consiste en regalar los oídos de los necios con simples bagatelas y cuentecillos ridículos. Es, sin embargo, admirable, cómo movidos por ésta, se creen no sólo con derecho a la inmortalidad y a un destino igual que los dioses, sino que se los prometen a los otros.


De todos mis familiares, son los más devotos del Amor Propio y de la Adulación, y no hay quien me rinda culto tan puro y perseverante.


Igualmente me pertenecen los retóricos, aunque, en verdad, prevariquen a veces para entenderse con los filósofos; y digo que me pertenecen, entre otras razones, por una principalmente, cual es la de que, aparte de otras tonterías, han escrito con particular cuidado una multitud de preceptos referentes a las reglas del género festivo, hasta el extremo de que el autor de la Retórica dedicada a Herenio, sea quien fuere, incluyó a la Necedad entre los medios de agradar; y Quintiliano, príncipe de los retóricos, escribió sobre la risa un capítulo más largo que la Ilíada; en fin, tanta es la importancia que los retóricos atribuyen a la necedad, que muchas veces lo que ningún argumento pudo deshacer, la risa lo desbarata en un instante. Ahora bien: supongo que nadie pensará que el arte de hacer reír no me pertenece a mí, a la Necedad.


De la misma calaña son los que publicando los libros quieren alcanzar fama imperecedera, todos los cuales me deben mucho; pero principalmente, aquellos que emborronan el papel con meras majaderías, ya que a los que escriben doctamente y para unos pocos entendidos, hombres que no temerían ni aun las críticas de Persio y Lelio, más bien los tengo por dignos de lástima que por dichosos; su vida es una tortura continua; en efecto, añaden, cambian, quitan, vuelven a poner, hacen y deshacen, aclaran, guardan nueve años su obra, como dijo Horacio, y nunca están del todo satisfechos. Y todo esto para obtener una vana recompensa: la gloria, patrimonio de muy pocos, la cual compran a fuerza de vigilias, con grave detrimento del sueño, bálsamo de la vida, y a costa de fatigas y tormentos, a los que hay que añadir, además, la pérdida de la salud, la ruina del cuerpo, la oftalmía y aun la ceguera, la pobreza, la envidia, la abstinencia de los deleites, la vejez precoz, la muerte prematura y otros sufrimientos por el estilo. He aquí los sacrificios con que este sabio piensa que debe comprar la aprobación de algún que otro legañoso como él.


En cambio, el escritor que me es adicto, es más feliz cuanto es más extravagante, porque sin ningún esfuerzo, y sin pensarlo siquiera, lanza inmediatamente por escrito todo lo que se le viene a las mientes, todo lo que afluye a su pluma y todo cuanto sueña, costándole sólo un poco de papel, sabiendo muy bien que cuantas más tonterías escriba, más gustado será por la multitud; es decir, por todos los necios ignorantes. ¿Qué le importa, pues, que le desprecien tres o cuatro sabios, caso de que le lean? ¿Qué significa el voto de tan pocos sabios ante la muchedumbre que lo aclama?


Pero son mucho más listos los que publican bajo su nombre las obras ajenas y se apropian una gloria que a otros ha costado inmensos trabajos, con copiar descansadamente, pues aunque saben que un plagio ha de descubrirse algún día, sin embargo, durante algún tiempo, ellos se enriquecen con el interés del préstamo. Hay que ver cómo se pavonean cuando son alabados por el vulgo; cuando la multitud los señala con el dedo diciendo: ”¡Miradlo! ¡Es el famoso Tal!" Cuando contemplan sus obras en las librerías y cuando en las portadas de sus libros aciertan a colocar unos títulos raros, muy a menudo extraños, que asemejan caracteres mágicos, y que, ¡por los dioses inmortales!, no son sino palabras hueras. ¡Cuán pocos se encontrarán en toda la extensión del globo que los conozcan! ¡Cuántos, menos todavía, que los ensalcen! (que también entre los indoctos hay diversidad de paladares). En general, dichos títulos se inventan, o se toman de obras antiguas, y así, uno gusta de llamar a la suya Telémaco; el otro, Esteleno o Laertes; éste, Polícrates; aquél, Trasimaco, y a algunos no les importaría nada que un libro se llamara El camaleón o La calabaza, aunque no traten de ello, para imitar el lenguaje de los filósofos Alfa o Beta.


Pero lo más gracioso del caso es verles enviarse mutuamente epístolas, poesías y elogios, donde se alaban recíprocamente los necios y los ignorantes. ”Tú eres superior a Alces", dice el primero. ”Tú---replica el segundo---vales más que Calímaco". ”Tú eres un Cicerón", grita uno. “Y tú eres más sabio que Platón", le contesta el otro. Algunas veces, también se buscan un contrincante, a fin de aumentar su fama rivalizando con él. Entonces el público, ingenuo, se divide en dos bandos contrarios, hasta que los dos campeones, dando por bien reñido el combate, se retiran victoriosos y ambos se llevan los honores del triunfo. Los sabios de ríen, diciendo, con razón, que esto es ya el colmo de la necedad. Y ¿quién lo niega? Pero, entre tanto, gracias a mí, pasan una vida tan agradable, que no cambiarían sus glorias por las de los mismos Escipiones. No obstante, los mismos sabios, que se ríen de esto con toda su alma y con tanto gusto, gozan de la locura ajena, no es poco lo que me deben a su vez, y no podrán negarlo, como no sean grandemente ingratos conmigo.


CAPITULO LI


c) Los jurisconsultos y los dialécticos


Entre los eruditos, los jurisconsultos reclaman el primer lugar, y cierto es que ningunos otros se muestran tan satisfechos de sí mismos cuando, verdaderos Sísifos, suben eternamente la piedra urdiendo en su cabeza centenares de leyes, siempre con el mismo fanatismo, sin importarles un bledo que vengan o no vengan a pelo, amontonando glosas sobre glosas y opiniones sobre opiniones, y haciendo creer que sus estudios son los más difíciles de todos, por reputar que, cuanto más trabajo cuesta una cosa, por lo mismo más mérito tiene.


Puede colocarse a su lado a los dialécticos y sofistas, hombres locuaces que meten más ruido que los calderos broncíneos de Dodona, pues uno solo podría luchar en charlatanería con veinte comadres escogidas. Serían, sin embargo, más felices si solamente fueran charlatanes y no también camorristas, como lo son, que por un quítame allá esas pajas, arman feroces peloteras, y muchas veces, a fuerza de porfiar, la verdad se les escapa de las manos. Sin embargo, el Amor Propio los hace dichosos, pues armados con dos o tres silogismos, no vacilan en atreverse a discutir con cualquiera y acerca de cualquier cosa, porque su misma pertinacia los hace invencibles, aunque los pusierais en frente al propio Estentor.

CAPITULO LII

d) Los filósofos


Detrás de ellos vienen los filósofos, venerables por su barba y por su manto, que dicen ser los únicos que saben; el resto de los mortales son hombres que revolotean. ¡Oh, cuán dulcemente deliran cuando forjan mundos infinitos a su antojo; cuando miden como con el pulgar, como con un hilo, el sol, la luna, las estrellas y los orbes celestes; cuando sin vacilar un punto explican las causas del rayo, del viento, de los eclipses y de todos los demás fenómenos inexplicables! Y lo hacen como si fueran los secretarios del arquitecto del mundo, o como si acabaran de llegar del Consejo de los dioses. En cuanto, la Naturaleza se ríe lindamente de ellos y de sus hipótesis, porque no conocen nada con certeza, como lo demuestran palmariamente las interminables disputas que mantienen entre sí acerca de cualquier cosa. No saben absolutamente nada, y pretenden saberlo todo. No se conocen a sí mismos, ni ven la fosa abierta a sus pies, ni la piedra en que pueden tropezar, sea porque de ordinario son casi ciegos, sea por tener la cabeza a pájaros; pero esto no les impide afirmar que perciben las ideas, las universales, las formas abstractas, la materia prima, los quidditates, los acceitates, cosas, en verdad, tan imperceptibles, que, a mi juicio, ni el mismo Linceo las hubiese visto con claridad. Pero, sobre todo, desprecian al profano vulgo, sólo porque saben trazar triángulos, cuadriláteros, círculos y otras figuras matemáticas, inscritas unas en otras, e intrincadas en forma laberíntica y acompañadas de un ejército de letras, repetidas en distintos órdenes, cuya colocación ofusca a los ignorantes. No faltan algunos entre ellos que leen el porvenir en los astros, y que prometen milagros mayores que los de la magia. ¡Y todavía encuentran papanatas que creen también esas cosas!...

CAPITULO LIII

e) Los teólogos

Quizá fuera más conveniente pasar en silencio a los teólogos y no remover esa ciénaga, ni tocar esa planta fétida, no sea que tal gente, severa e irascible en el más alto grado, caiga sobre mí en corporación con mil conclusiones, para obligarme a cantar la palinodia, y en caso de negarme, pongan inmediatamente el grito en el cielo llamándome hereje, que no de otra suerte suelen confundir con sus rayos a quienes les son poco propicios.

No hay otros, ciertamente, que de peor gana reconozcan mis favores, aunque no por livianas razones me son deudores de muchos; pues, siendo dichosos por el Amor Propio, como si vivieran en el tercer cielo, miran desde su altura a los demás hombres como míseros animales que se arrastran por la tierra, y casi se compadecen de ellos. De tal modo se hallan protegidos por un cortejo de definiciones magistrales, de conclusiones, de corolarios, de proposiciones, explícitas e implícitas, y tan bien provistos de refugios, que no podrían enredarse ni en las redes de Vulcano, porque se escurrirían de ellas a fuerza de esos distingos que cortan todas las mallas, con palabras recién buscadas y términos oscuros, como no haría tan fácilmente el cuchillo de dos filos de Tenedos. Además, explican a su capricho los más ocultos misterios, por ejemplo: “Por qué causa fué creado y ordenado el mundo". “Qué vías ha seguido el pecado original en la descendencia de Adán". “De qué modo, en qué medida, cuánto tiempo estuvo Cristo en el seno de la Virgen". “De qué manera en la Eucaristía subsisten los accidentes sin sustancia".


Pero estas cuestiones están ya muy trilladas; hay cuestiones, en verdad, reservadas a los grandes teólogos, a los iluminados, como ellos dicen, y las cuales, cuando se plantean, los alborotan enormemente; verbigracia: ”¿Hay un instante en la generación divina?" ¿Deben admitirse muchas filiaciones en Cristo?" ”¿Es posible esta proposición: Dios Padre odia a su Hijo?" ”¿Habría podido Dios haber tomado la naturaleza de una mujer, de un demonio, de un asno, de una calabaza o de un guijarro? Y admitiendo que hubiera tomado la forma de una calabaza, ¿cómo habría podido predicar, hacer milagros y ser clavado en la cruz? ¿Qué habría consagrado San Pedro si hubiera consagrado durante el tiempo que Cristo estaba en la cruz? ¿Podría afirmarse que en aquel momento Cristo era hombre? Después de la resurrección de la carne, ¿se comerá y se beberá?", preguntan, en fin, ¡como si ya se precaviesen contra el hambre y la sed!


Hay todavía una multitud de estúpidas sutilezas, cien veces mayores que las anteriores, acerca de las nociones, las relaciones, las formalidades, las quidditates y ecceitates, que se escaparían a los ojos más penetrantes, a menos que tuvieran los de Linceo, que veían a través de las más espesas tinieblas las cosas que nunca habían existido. Añadid a esto aquellas sentencias tan paradójicas, que, a su lado, los oráculos de los estoicos, conocidos con el nombre de paradojas, parecen máximas groseras y propias de charlatanes callejeros, como, por ejemplo: ”Es un pecado menos grave degollar mil hombres que coser en domingo los zapatos de un pobre", y ”es preferible dejar que perezca el Universo entero, con armas y bagajes, como suele decirse, a proferir una sola mentirijilla, por inocente que sea".


Pero estas sutilezas tan sutiles, las convierten en archisutiles los diversos sistemas escolásticos, pues más pronto se saldría de un laberinto que de esa maraña, de realistas, nominalistas, tomistas, albertinos, ockamistas, escotistas, etc., y no he nombrado todas las sectas, sino las principales, en todas las cuales hay tanta erudición y tantas dificultades, que, en mi opinión, los mismos apóstoles necesitarían una nueva Venida del Espíritu Santo si tuvieran que disputar sobre estas materias con esta nueva especie de teólogos.


San Pablo pudo, sin duda, estar animado por la fe; pero cuando dijo que es ”el fundamento de las cosas que se esperan y la convicción de las que no se ven", la definió de un modo poco magistral. El mismo practicó maravillosamente la caridad; con qué poca dialéctica la dividió y definió en el capítulo XIII de la primera Epístola a los Corintios. Con seguridad, los apóstoles consagraban con gran devoción, y, sin embargo, si se les hubiera preguntado acerca del término a quo y del término

ad quem o sobre la transustanciación, o cómo uno mismo puede estar a la vez en diversos lugares, o sobre qué diferencia existe entre el Cuerpo de Cristo en el Cielo, en la Cruz y en el Sacramento eucarístico, o en qué instante se verifica la transustanciación, puesto que las palabras en cuya virtud se realiza, siendo cantidad discreta, tienen que ser también sucesivas... Si se interrogase, repito, a los apóstoles acerca de todas estas cosas, creo que no hubieran podido responder tan agudamente como los escotistas cuando las explican y definen. Los apóstoles conocieron en carne y hueso a la Madre de Jesús; pero ¿quién de ellos demostró tan hipócritamente como nuestros teólogos de qué modos fue preservada del pecado original? San Pedro recibió las llaves, y las recibió de quien no podía confiarlas a un indigno de tal honor, y, sin embargo, yo no sé si lo entendería, porque seguramente nunca se le ocurrió pensar en la sutileza de cómo las llaves de la ciencia pueden ir a parar a manos del que carece de ella. Los apóstoles bautizaban por todas partes, y, no obstante, jamás dijeron nada de las causas formales, materiales, eficientes y finales del bautismo, ni hicieron la menor mención de su carácter deleble o indeleble. Ellos adoraban a Dios, pero en espíritu y sin más norma que aquel precepto evangélico que dice: “Dios es espíritu, y hay que adorarle en espíritu y en verdad"; mas en ningún lugar aparece que les fuese revelado que una figurilla trazada con carbón en la pared mereciera idéntica adoración que el mismo Cristo, con tal que tuviera dos dedos extendidos, larga melena y una aureola de tres franjas pegada al occipucio. ¿Quién, pues, ha de comprender estas cosas si no se ha pasado treinta y seis años enteros descrismándose con el estudio de la física y la metafísica de Aristóteles y de Escoto? Asimismo, los apóstoles hablaron repetidamente de la gracia, pero jamás distinguieron entre la gracia gratis dada y la gracia gratum faciens. Exhortaron a las buenas obras, pero no hicieron distinción entre la obra operante y la obra operada. Recomendaron sin cesar la caridad, pero no la clasificaron en infusa y adquirida, ni explicaron si es accidente o sustancia, creada o increada. Execraron el pecado, pero que me muera si hubieran podido definir científicamente lo que nosotros llamamos pecado, a menos que supongamos que el espíritu de los escotistas los inspirara. Con todo, no creo que San Pablo, por cuya cultura podemos juzgar la de los demás, se hubiera atrevido a condenar todas estas

cuestiones, controversias, genealogías y logomaquias, como él mismo las llama, si hubiese comprendido tales argucias, y más teniendo en cuenta que las discusiones y disputas de su tiempo eran rústicas y cerriles, comparadas con las sutilezas de nuestros doctores, que exceden a la del mismo Crisipo.


No obstante, son los teólogos hombres muy tolerantes cuando acaso hallan algo que, si bien con tosquedad y poco magistralmente, haya sido tratado por los apóstoles, porque no lo rechazan, sino que lo interpretan con benevolencia. Deferencia que nace tanto de su veneración por la antigüedad como de su respeto al nombre apostólico. En verdad, ¡caramba!, no sería justo exigir de ellos cosas tan lindas, de las que jamás oyeron de labios de su Maestro una sola palabra. Mas si encuentran los mismos pasajes en San Juan Crisóstomo, en San Basilio o en San Jerónimo, entonces se contentan con escribir al margen: Non tenetur, es decir, “esto no se admite".


Es verdad que los apóstoles impugnaron a los gentiles, a los filósofos y a los judíos, muy obstinados éstos por su naturaleza; pero lo hicieron con su vida y con sus milagros más que con silogismos, pues se dirigían a personas entre las que no había ninguna capaz de comprender un solo quodlibeto de Escoto. Mas hoy, ¿qué gentil o qué hereje no se rendiría inmediatamente a tan maravillosas sutilezas, a no ser que fuera tan ignorante que no las comprendiera, o tan desvergonzado que las silbase, o tan iniciado en este género de ardides que pudiera entrar en igual combate como de genio a genio o como de diestro a diestro? Esto no sería otra cosa que un tejer y destejer la tela de Penélope.


Por eso, a mi parecer, procederían cuerdamente los cristianos si en vez de enviar contra los turcos y los sarracenos esas grandes falanges de soldados, que desde ha tantos años combaten sin éxito, mandaran a los alborotadores escotistas, a los terquísimos ockamistas, a los invictos albertistas y, en fin, a toda la turbamulta de los sofistas, pues creo que habrían de presenciar la más graciosa batalla y una nunca vista victoria; porque ¿quién sería tan frío que no le despertaran sus aguijonazos? ¿Quién tan imbécil que no le animaran sus agudezas? ¿Quién tan clarividente que no le ofuscaran sus densísimas oscuridades?


Presumo que estáis creyendo que os digo todo esto en broma, y cierto que no me extrañaría, ya que, entre los mismos teólogos, hay algunos más versados en la ciencia, a quienes estas frívolas argucias teológicas (así las reputan) les producen náuseas, como también hay otros que estiman grandemente impío y execran, cual si fuera un sacrificio, el que en estas materias, más para admirar que para explicar, se hable con lenguas tan irreverentes, se discuta con artificios tan gentiles y profanos, se defina con tanta arrogancia y se manche la majestad de la divina Teología con tan insulsas y hasta con tan impuras palabras y opiniones. Todo esto es verdad; pero también lo es que los otros se complacen sobre manera en sí mismos; es más: se aplauden, hasta el extremo de que, ocupados día y noche con sus halagadoras monsergas, no les queda un solo instante para hojear, al menos una vez, el Evangelio o las Epístolas de San Pablo. Y porque llenan las escuelas con sus estupideces, se imaginan que son las columnas de la Iglesia, cuyo edificio se derrumbaría si no fuera por ellos, y que sus silogismos son los puntales que lo sostienen, de la misma manera que los hombros de Atlas sostienen al mundo, según refieren los poetas.


Pensad lo felices que son cuando moldean y remoldean a su antojo los pasajes más abstractos de la Escritura como si fueran de blanda cera; cuando pretenden que sus conclusiones, firmadas ya por algunos de su escuela, se las tenga por superiores a las leyes de Solón y se prefieran aun a los decretos pontificios, y cuando, erigiéndose en censores del mundo, obligan a retractarse a todo el que no se conforme rigurosamente con sus conclusiones explícitas o implícitas. Ellos proclaman, a guisa de oráculos, que tal proposición es escandalosa, tal otra poco reverente, tal otra herética, tal otra malsonante, de tal suerte que ni el bautismo, ni el Evangelio, ni la doctrina de San Pablo y San Pedro, ni la de San Jerónimo, ni la de San Agustín, ni siquiera la del mismo Santo Tomás, el gran aristotélico, bastan para formar un cristiano si no cuenta con el asentimiento de los bachilleres. ¡Tanta es la sutileza de sus juicios! ¿Quién habría de sospechar, si nuestros sabios no lo hubiesen enseñado, que dejaba de ser cristiano quien dijese indiferentemente estas dos proposiciones: “Bacín, hiedes" y “El bacín hiede"; o bien: “La marmita hierve" y “Hierve la marmita?" ¿Quién hubiera librado a la Iglesia de las densas tinieblas del error, del cual seguramente nadie se habría percatado si ellos no lo hubiesen anunciado con grandes sellos de la Universidad? ¿Y no son nuestros teólogos sumamente dichosos cuando hacen todo esto? ¿Cuándo, además, describen tan al detalle todo lo que se refiere al infierno, como si hubieran vivido muchos años en este país? ¿Cuando, por fin, construyen a su capricho nuevas esferas o mundos, sin olvidarse de ponderar una muy espaciosa y muy bella, el Empíreo, a fin de que a las almas de los bienaventurados no les falte espacio para pasearse a su gusto, para celebrar banquetes y aun para jugar a la pelota?


Con estas y otras mil parecidas tonterías están rellenas e hinchadas las cabezas de esos hombres, que presumo no lo estaba más la de Júpiter cuando, para dar a luz a Minerva, pidió por favor el hacha de Vulcano; por lo cual no os asombréis si en las disputas públicas veis sus cráneos tan cuidadosamente cubiertos con los flecos del birrete, ya que, de lo contrario, es seguro que se les abrirían de por medio.


Yo misma tengo que reírme algunas veces al ver que solamente se tienen por grandes teólogos cuando se expresan lo más bárbara y torpemente posible; al considerar que balbucen de tal forma que de nadie logran ser comprendidos, a no ser por los tartamudos, y que llaman agudeza de ingenio a lo que el vulgo no entiende; porque dicen que es indigno de las Sagradas Letras someterse a las leyes de los gramáticos. ¡Admirable excelencia de los teólogos, si sólo a ellos les fuera lícito hablar mal! Por desgracia, en esto son iguales a muchos remendones.


Para concluir: se creen semidioses siempre que se los saluda casi devotamente con las palabras "Magister noster", en las cuales creen hallar cierto sentido tan misterioso como el que encuentran los judíos en el tetragrammaton o nombre de Jahvé. Por este motivo pretenden que MAGISTER NOSTER no debe escribirse más que con mayúsculas, y si a alguno se le ocurriese decir, invirtiendo las palabras, Noster Magister, este tal echaría a perder de un golpe toda la majestad del prestigio teológico.


CAPITULO LIV


f) Los religiosos y los monjes


Muy parecida a la feliz condición de los teólogos es la de aquellos que se llaman religiosos y monjes o frailes, calificativos muy falsos, porque buena parte de ellos distan mucho de la religión, y no hay nadie como ellos tan presentes en todas partes.


No veo quién pudiera ser más desgraciado que ellos si yo no acudiese en su auxilio de muchas maneras, pues aunque el género humano detesta esta clase de hombres, hasta el punto de que si los encuentra al paso cree a pie juntillas que es señal de mal agüero, ellos, sin embargo, tienen la más alta opinión de sí mismos. En primer lugar, estiman que la piedad consiste en estar ayunos de toda clase de estudios, que no sepan ni siquiera leer; además, cuando cantan los salmos, pronunciados, mas no entendidos, y atruenan los templos con sus voces de jumentos, se imaginan que los oídos de la Divinidad están recibiendo un deleite especial. Hay algunos de ellos que trafican ventajosamente con su mugre y su mendicidad, y van berreando de puerta en puerta para pedir un pedazo de pan, sin dejar hosterías, coches ni bancos que no asalten, con no poco perjuicio de los verdaderos mendigos; de este modo penetran suavemente estos hombres, que con su suciedad, su

ignorancia, su ordinariez y su desvergüenza pretenden ofrecernos una imagen de los apóstoles.


¿Qué cosa más divertida que ver cómo todo lo hacen conforme a preceptos determinados, cual si sus actos estuvieran sujetos a reglas matemáticas cuya omisión implicase sacrilegio? ¿Cuántos nudos tendrán las sandalias; de qué color será el cinto; qué número de ropas habrán de vestir; cuál será la materia y la longitud del cinto; qué forma y dimensiones tendrá la capilla; cuántos dedos de ancho el cerquillo, y cuántas horas han de dormir? ¿Quién no comprende la desigualdad de semejante igualdad en tan infinita variedad de cuerpos y de almas? Sin embargo, a pesar de estas bagatelas, no solamente creen que a su lado los demás son unas nulidades, sino que se desprecian entre sí, y estos hombres, que profesan la caridad apostólica, si ven en otro de su Orden un hábito distinto del suyo o de un color un poco más o menos oscuro que el del que ellos gastan, arman cada trapisonda que tiembla el orbe.


Algunos hay tan rigurosos observadores de las constituciones de su Orden, que llevan de cilicio las vestiduras exteriores y debajo de ellas finísimas telas de Milesia; otros, en cambio, van por fuera vestidos de lino y por dentro de lana; otros, también, huyen del contacto del dinero como de un veneno, pero no de las mujeres ni del vino. En fin, todo su afán es no hacer nada en conformidad con el orden natural de la vida, ni tampoco estriba su preocupación en parecer a Cristo, sino en no parecerse entre ellos. Por eso, gran parte de su felicidad la cifran en los sobrenombres, pues mientras los unos se enorgullecen con el nombre de franciscanos (ya sean recoletos, menores, mínimos o bulistas),

los otros del de benedictinos o bernardos, o bridigenses, o agustinos, o guillermistas, o jacobistas (dominicos), como si fuese poco llamarse cristianos.

La mayoría de ellos conceden tal importancia a sus ceremonias y tradicioncillas claustrales, que consideran que un solo cielo no es una recompensa muy grande para tantos méritos, sin pensar jamás en que Cristo, despreciando todo esto, en la otra vida les preguntará si han cumplido exactamente su precepto de la caridad. Entonces, uno presentará su panza rellena de toda clase de pescados; otro, cien cargas de salmos; otro contará sus millares de ayunos y querrá hacer creer que tiene el estómago destrozado por no haber hecho más que una sola refacción; otro sacará a relucir tal montón de ceremonias que siete grandes navíos no bastarían para soportarlas. Quién se gloriará de que en sesenta años no tocó una sola moneda, a no ser con un doble par de guantes; quién mostrará su capuchón tan sucio y grasiento que no lo querría ni un marinero; quién recordará que durante más de once lustros vivió como una esponja sin moverse del mismo sitio; quién aducirá ha enronquecido a fuerza de tanto cantar en el coro; quién, que la soledad le ha embrutecido; quién, en fin, que un silencio perpetuo le ha paralizado la lengua.


Pero Cristo, interrumpiendo estas interminables apologías, exclamará: “¿De dónde viene esta nueva casta de judíos? Yo no conozco verdaderamente, más que mi ley, que es la única de la que no oigo hablar. En otro tiempo, bien claramente, y sin emplear el velo de las parábolas, prometí el reino de mi Padre, no a las cogullas, a las preces y a las abstinencias, sino a las obras de caridad. No reconozco a aquellos que tanto reconocen sus méritos y que quieren aparecer más santos que yo; vayan, si les place, a llenar los trescientos sesenta y cinco cielos de Basílides, o pidan que les hagan uno nuevo para ellos a los que antepusieron

sus insignificantes tradiciones a mis preceptos". Cuando oigan esto y vean que los galeotes y los carreteros son preferidos a ellos, ¿con qué caras, decidme, se mirarán los unos a los otros? Pero mientras esto llega, y no sin mi ayuda, son felices con su esperanza.


Aunque es cierto que viven alejados del mundo, no hay nadie, sin embargo, que se atreva a despreciarlos, sobre todo si se trata de los mendicantes, porque poseen los secretos de las familias merced a las confesiones que provocan por todos los medios imaginables, secretos que no les es lícito descubrir, como no sea cuando, después de haber empinado el codo, quieren divertirse contando picantes anécdotas, y entonces dicen las cosas que se entienden por conjeturas, pero callando los nombres. Mas si alguien invita a estos zánganos de colmena, vénganse, bonitamente en los sermones, aludiéndolos con indirectas tan transparentes, que sólo dejaría de entenderlas aquel que nada comprendiese, y, a imitación del Cerbero, no cesarán de ladrar mientras no les echéis algún hueso para taparles la boca.


Además, ¿qué comediante o charlatán callejero puede ser más entendido que estos hombres, cuando en sus sermones tratan de imitar a los retóricos de una manera completamente ridícula,

aunque graciosísima, y poner en práctica las reglas oratorias que aquéllos enseñaron? ¡Oh dioses inmortales! ¡Qué gestos! ¡Qué cambios de voz tan apropiados! ¡Qué sonsonete! ¡Y cómo se pavonean! ¡Cómo vuelven sus miradas, ya a los unos, ya a los otros! ¡Qué gritos dan tan destemplados! Este arte de predicar parece como un secreto que el fraile transmite por herencia al frailecillo, y aunque a mí no me sea dado conocerle, voy a deciros de él lo que por ciertos indicios he podido deducir.


En primer lugar, hacen una invocación, cosa que han ido a pedir prestada a los poetas.


En segundo término, si van a hablar sobre la caridad, empiezan el exordio con el Nilo de Egipto; si del misterio de la Cruz, hallan felicísimo comienzo en el recuerdo de Bel, el dragón de Babilonia; si del ayuno, toman su punto de partida en los doce signos del Zodíaco, y si de la fe, hacen una larga introducción acerca de la cuadratura del círculo.

Yo mismo oí una vez a un insigne necio (mejor dicho, a uno de estos sabios) que, habiendo de predicar en un sermón de campanillas sobre el misterio de la Santísimas Trinidad, y queriendo dar prueba de una erudición poco común y regalar el oído a los teólogos, echó por un camino completamente nuevo: habló de las letras, de las sílabas y de las oraciones; después, acerca de la concordancia del nombre con el verbo y del adjetivo con el sustantivo, hasta el punto de que casi todos los oyentes se asombraban, y algunos, en voz baja, repetían aquel dicho de Horacio: "¿A qué vienen tantas imbecilidades?" El orador acabó por demostrar que la imagen de la Trinidad hállase tan manifiesta en los rudimentos gramaticales, que ningún matemático, valiéndose de sus figuras, alcanzaría mayor exactitud. Para hacer tal sermón,

estuvo este architeólogo sudando la gota gorda nada menos que ocho meses enteros, y hoy está más ciego que un topo; probablemente toda la sutileza de su ingenio se le subió a la cúspide del entendimiento, y, sin embargo, no le pasa su ceguera, y mira esto como un pequeño sacrificio en comparación de la gloria adquirida.

También oí una vez a un octogenario, tan rematado teólogo, que se le hubiera tomado por Escoto redivivo.

Este, queriendo explicar el misterio del nombre de Jesús, demostró con admirable sutileza que en las mismas letras de aquel nombre estaba encerrado cuanto de Jesús podría decirse; en efecto: como no tiene más que tres casos en la declinación latina, es evidente símbolo de la Santísima Trinidad. Además, puesto que el primer

caso es en S---Jesús---, el segundo en M---Jesum---, y el tercero en U---Jesu--, enciérrase en ello un misterio inefable, a saber: que cada una de estas letras indica que Jesús es el Principio, el Medio y el Fin de todas las cosas. Quedaba un misterio aún más indescifrable que todo esto. El orador dividió matemáticamente la palabra Jesús en dos partes iguales, quedando en medio la S; enseñó que entre los hebreos esta letra es la S, llamada por ellos syn, que en escocés me parece que quiere decir pecado (sin), y que, por tanto, resulta claramente de todo esto que Jesús había de ser quien quitase los pecados del mundo. Este tan extraño exordio causó tal estupefacción en todos los oyentes, y principalmente en los teólogos, que poco faltó para que se quedaran petrificados como Níobe; en cambio, a mí me entró una risa que por poco se me aflojan los muelles como a Príapo, que, por su desdicha, fue testigo de los sortilegios de las dos brujas de Horacio, Canidia y Sagana. Y no sin razón, ciertamente; porque ¿cuándo se vió semejante exordio en boca de Demóstenes, el griego, o de Cicerón, el latino? Tenían éstos por defectuoso todo proemio extraño al asunto. Regla es ésta que observan hasta los mismos porqueros sin más maestro que la Naturaleza. Pero estos sabios miran su preámbulo---así lo llaman ellos----como una obra maestra de elocuencia, cuando no guarda la más remota relación con el resto del discurso, a fin de que el oyente, maravillado, se pregunte en voz baja: ¿Adonde irá a parar este hombre?

En tercer lugar, si en la exposición citan algún pasaje del Evangelio, lo comentan de prisa y corriendo, siendo así que de esto sólo debieran ocuparse.

En cuarto lugar, he aquí que de repente cambian de máscara y ponen sobre el tapete una cuestión teológica que, a veces, nada tiene que ver ni con el cielo ni con la tierra; pero ellos creen que está en conformidad con las reglas del arte. Aquí es cuando arrugan el entrecejo aparentando profundidad teológica, y cuando hacen retumbar en los oídos los títulos pomposos de doctores solemnes, doctores sutiles, doctores sutilísimos, doctores seráficos, doctores santos y doctores irrefragables. Entonces es cuando lanzan a la cabeza del ignorante vulgo un diluvio de silogismos, mayores, menores, conclusiones, corolarios, suposiciones y otras insulsas majaderías y tonterías archiescolásticas.

Queda el quinto y último acto, en el que conviene mostrarse como consumado maestro. Allí se ponen a referirnos algún chascarrillo necio y trivial, sacado seguramente del Speculum historiale o de las Gesta romanorum, e interpretan su sentido alegórico, tropológico y anagógico, y así acaban su discurso, monstruosa quimera, a la que no se aproxima ni aquella que describe Horacio en los primeros versos de su Arte Poética: “Humano capiti", etc.

Oyeron decir, de no sé quienes, que el exordio debe ser sosegado y sin estrépito; y de aquí que principien sus sermones de tal manera, que no los oye ni el cuello de la camisa, como si se propusieran que nadie les entendiese. Oyeron decir, además, que para mover el ánimo, había que recurrir algunas veces a las exclamaciones, y por eso pasan bruscamente de un tono sencillo a gritos de endemoniados, aunque el asunto no lo requiera; aunque les digáis que necesitan un eléboro para curarse, en vano clamaréis, porque os oirán como el que oye llover. Oyeron decir, asimismo, que es conveniente que el acento vaya aumentando gradualmente, por lo cual, después de haber recitado muy por lo mediano el principio de cada parte, comienzan de improviso a gritar como energúmenos, aunque el asunto sea de lo más frívolo e insustancial; y luego acaban con una voz moribunda como si se fueran a morir. Por último, aprendieron de los retóricos a provocar la risa en el auditorio, y por esta razón se esfuerzan en salpimentar sus sermones con algunos chistes que son, ¡por Venus!, tan graciosos y oportunos, que, verdaderamente, parecen asnos cantando al son de la lira. A veces son mordaces; pero de tal modo, que en vez de herir hacen cosquillas, y nunca adulan mejor a las gentes que cuando quieren darles a entender que hablan francamente y sin ambages ni rodeos. Finalmente, de tal manera se ajustan siempre a este estilo, que se juraría que lo han aprendido de los charlatanes de plazuela, que les son muy superiores, si bien mirado, unos y otros se llevan tan poco, que nadie sabría decir quién a quién le enseñó el oficio: si los frailes a los charlatanes o los charlatanes a los frailes.

Y, sin embargo, gracias a mí, se hallan todavía gentes que al escucharlos se figuran estar oyendo a Demóstenes o Cicerón. Entre tales personas encuéntranse principalmente los comerciantes y las mujeres, a quienes procuran hablar sólo de lo que les agrada: a los unos, porque si son adulados con oportunidad, acostumbran

compartir con ellos tal o cual migaja de la presa de sus mal adquiridos bienes, y a las otras, porque son amados por ellas por muchas razones, pero, sobre todo, porque desahogan en su seno su

mal humor contra sus maridos.

Sin duda comprenderéis ya lo mucho que me deben estos hombres, que con sus ceremonias, sus ridículas simplezas y sus clamores, ejercen sobre los mortales una especie de tiranía y, además, se creen otros San Pablos y San Antonios.

CAPITULO LV

g) Los reyes y los príncipes

Pero dejemos ya en buena hora a esos historiadores, que son tan ingratos disimulando mis beneficios como audaces fingiendo la devoción, pues hace rato que tengo gana de deciros algo acerca de los reyes y los príncipes, de quienes recibo un culto muy sincero, como conviene a hombres libres. Si alguno de los mencionados tuviera solamente media onza de sentido común, ¿qué vida habría más triste que la de ellos o más digna de ser renunciada? Si se meditase seriamente en la inmensa carga que echa sobre sus hombros el que quiere reinar verdaderamente, no creería que la corona sea bastante para compensar el perjurio o el parricidio.

Aquel que recibe la misión de gobernar los pueblos debe ocuparse de los intereses comunes, no de los suyos; ha de pensar exclusivamente en la utilidad general; debe no apartarse en absoluto de las leyes, de las que él mismo es autor y ejecutor; debe responder de la integridad de los magistrados y oficiales, y que puede, como un astro benéfico, hacer la dicha del género humano por sus virtudes y costumbres, o como un siniestro cometa, causar las mayores calamidades. Los vicios de los demás, ni trascienden de la misma manera, ni tienen tanta resonancia; en cambio, si un rey comete el más ligero extravío, en el mismo instante, por la posición que ocupa, se generaliza, así como la peste, el contagio. Además, muchas cosas lleva consigo la condición o estado de los reyes, que suelen desviarlos del camino recto, como son, por ejemplo, los placeres, la independencia, la adulación y el lujo, contra los cuales se han de prevenir enérgicamente y vigilar solícitos para no ser engañados ni faltar nunca a sus deberes. Omito, por fin, el hablar de las insidias, de los odios, del miedo y de otros muchos peligros que los rodean, para decir tan sólo que por encima de los reyes hay un rey verdadero que les pedirá cuentas de sus más pequeñas acciones y que será con ellos tanto más severo, cuanto mayor poder hayan tenido.


Si un príncipe hiciera estas reflexiones y otras parecidas---y las haría si fuera sabio---, me parece que no podría comer ni dormir tranquilamente; pero, gracias a mi auxilio, dejan a los dioses todos estos cuidados y ellos se dan buena vida y no escuchan más que a quienes les hablan les hablan de cosas divertidas, por no ser turbados en su ánimo.


Creen que su oficio de reyes se reduce a cazar a menudo, a montar hermosos caballos, a vender en beneficio propio los cargos y las magistraturas y, sobre todo, a buscar diariamente nuevos pretextos para aligerar los bolsillos de sus súbditos y aumentar su tesoro, para lo cual se les ve resucitar viejos títulos para cubrir con la máscara del derecho sus monstruosas iniquidades, añadiendo, una vez hecho el mal, algunos halaguillos al pueblo para captarse sus simpatías.


Figuraos ahora un hombre como lo son a veces los reyes; ignorante de las leyes; enemigo, o poco menos, del provecho del pueblo; preocupado solamente de su personal actividad; entregado a los placeres; que odie el saber, la libertad y la verdad; que piense en todo, menos en la prosperidad de su Estado, y que no tiene más regla de conducta que sus liviandades y sus conveniencias. Ahora, colgadle al cuello el collar de oro, emblema de la solidaridad de todas las virtudes; colocadle en la cabeza una corona guarnecida de piedras preciosas, que recuerda que debe brillar en medio de sus súbditos por sus acciones heroicas; ponedle en la mano el cetro, símbolo de la justicia y la rectitud constante en su ánimo; vestidle, en fin, con la púrpura, que indica el celo que debe sentir por su pueblo. Pues bien: si este monarca comparase estas insignias con su conducta, creo con seguridad que se avergonzaría de sus adornos y temería que algún intérprete malicioso trocara en risa y chacota todos estos oropeles de teatro.

CAPITULO LVI


h) Los cortesanos


Y qué he de recordaros sobre los cortesanos? Siendo este oficio de lo más rastrero, servil, tonto y despreciable, no obstante, la mayoría de ellos quieren parecer los primeros en

todo. Sólo en una cosa son muy modestos, a saber: en que contentándose con vestirse de oro, joyas, púrpura y demás insignias de la sabiduría y de la virtud, dejan a otros el

ejercicio de estas mismas cualidades.


Tales gentes considéranse sumamente felices sólo con poder llamar al rey Señor; con haber aprendido las fórmulas y etiquetas del saludo, con saber al dedillo si el tratamiento que corresponde es el de serenísimo, o el de majestad o el de excelencia, y con acertar a hacerse un rostro imperturbable, donde sonría siempre la adulación, que en esto se resumen las prendas que caracterizan al verdadero noble y al cortesano.


Pero si examináis más de cerca su manera de vivir, no hallaréis en ellos más que “verdaderos feacios y amantes de Penélope", como dijo Horacio. Ya conocéis lo demás del verso. Eco os lo repetiría mejor que yo. Los buenos cortesanos duermen hasta mediodía; un

capellán asalariado les dice junto al lecho, de prisa y corriendo, una misa, que ellos oyen casi acostados; desayunan, y apenas lo han terminado, ya están pidiendo la comida; de sobremesa vienen los dados, el ajedrez, la lotería, las bufonadas, las necedades,

las mujeres, las diversiones y las groserías, y entre horas nunca falta algún piscolabis; luego llega la cena, y tras la cena la bebida, no escasa, ¡vive Jove! Y de este modo, sin sentir el menor cansancio, pásanse en los palacios las horas, los días, los meses, los años y los siglos.


Yo misma, a veces, siento verdaderas náuseas al ver entre esos pavos reales una ninfa que se cree tanto más cerca de los dioses cuanto más larga es la cola que arrastra, o al contemplar a un

prócer que se abre paso a codazos para colocarse lo más cerca posible de Júpiter, o al observar, en fin, que cada cual se siente más orgulloso cuanto más pesada es la cadena que se cuelga al cuello, ostentando con ello, no solamente su opulencia, sino también su vigor.

CAPITULO LVII

i) Los obispos

Los sumos pontífices, los cardenales y los obispos imitan desde hace largo tiempo con éxito y casi sobrepasan la conducta de los príncipes. ¡Ah! Si alguno de ellos pensara que sus vestiduras de lino, de una blancura de nieve, son representación de una vida sin mancha; que su mitra de dos puntas atadas por un mismo nudo indica el conocimiento profundo del Antiguo y del Nuevo Testamento; que sus manos revestidas de guantes le advierten que deben administrar los Santos Sacramentos con pureza y libre de todo contagio de las cosas humanas; que el báculo significa el cuidado diligentísimo que ha de tener con el rebaño que se le ha confiado; que el pectoral anuncia la victoria sobre todas las pasiones. Si alguno de ellos, repito, hiciera estas reflexiones y otras muchas del mismo género, ¿no es verdad que se haría la vida amarga y llena de inquietudes? Pero nuestros prelados de hoy obran más cuerdamente dedicándose a ser pastores de sí mismos y dejando al mismo Cristo la custodia de sus ovejas, o delegando sus funciones en los frailes y vicarios, sin acordarse siquiera de su

nombre de obispo, que quiere decir trabajo, vigilancia y solicitud, pues sólo cuando se trata de atrapar dinero es cuando son obispos de verdad y no de los que duermen en las pajas.

CAPITULO LVIII

j) Los Cardenales

De la misma manera, si los cardenales pensaran que son los sucesores de los apóstoles, y que se les exige la misma

conducta que aquéllos observaron; que no son dueños, sino los administradores de los bienes espirituales, de todos los cuales tendrán que dar muy pronto una estrecha cuenta; si razonasen un poco sobre sus capisayos y se dijesen: "Este roquete blanco, ¿no es emblema de una eminente pureza de costumbres? Esta sotana de púrpura, ¿no es símbolo del ferviente amor a Dios? Este manto flotante y amplísimo, bajo el cual desaparece la mula de su eminencia y aun habría tela para cubrir a un camello, ¿no significa la caridad sin límites que debe extenderse a todos los necesitados; es decir, a enseñar, a exhortar, a consolar, a reprender, a amonestar, a dirimir las discordias, a resistir a los malos príncipes y a sacrificar con gusto, no solamente sus riquezas, sino también su sangre por el rebaño cristiano? Aunque, si bien se mira, ¿por qué razón han de tener riquezas los que se dicen hacer las veces de los apóstoles, que vivían pobres?" Repito que si los cardenales meditasen en estas cosas, lejos de

ambicionar ese honor, renunciarían a él de buena voluntad o llevarían una vida más laboriosa y más diligente, como lo fue antiguamente la de los discípulos de Jesús.

CAPITULO LIX

k) Los papas

Si los sumos pontífices, que hacen las veces de Cristo, se esforzaran por imitar su vida, es decir, su pobreza, sus trabajos, sus doctrinas, su cruz y su desprecio del mundo; si pensaran en su nombre de Papa, que quiere decir padre, y en su sobrenombre de Santísimo que ostentan, ¿habría alguien más desdichado sobre la tierra? ¿Quién querría comprar la tiara a costa de toda su fortuna, y una vez comprada, conservarla, hasta por medio de la espada, del veneno y de todo género de violencias? Si alguna vez la sabiduría... ¿Qué digo la sabiduría? Si un solo grano de la sal de que habla Cristo se apoderase de ellos, ¿qué ventajas no perderían? ¿Qué sería entonces de todo lo que los rodea: riquezas, honores, poder, triunfos, cargos, tesoros, tributos, indulgencias, caballos, mulas, escoltas y comodidades? (ya comprenderéis el trajín, la faena y el cúmulo de riquezas que todo esto supone). Habría que reemplazar todo esto con vigilias, ayunos, lágrimas, oraciones, predicaciones, estudio, penitencia y otros mil ejercicios pesados de esta clase. Pero no hay que olvidar que con semejante cambio perecerían de hambre tantos escribanos, copistas, notarios, abogados, promotores, secretarios, muleros, caballerizos, recaudadores, mediadores ---alguno más vergonzoso agregaría, pero temo ofender vuestros oídos---; en una palabra: una tan grande muchedumbre

onerosa (me equivoco; quería decir honrosa) para la Sede Romana. Esto ciertamente, sería cruel y abominable; pero todavía lo sería mucho más horrible hacer que volvieran a la alforja y al cayado los príncipes supremos de la Iglesia, verdaderos luminares del mundo.

No hay que temer. Hoy día, todo lo que implica algún trabajo, se lo encomiendan a San Pedro y a San Pablo, que tienen sobrado tiempo para estas cosas; pero todo cuanto sea esplendor y regalo, recábanlo para sí, lo que, sin discusión, es obra mía, y por eso casi nadie habrá que viva con más placidez y con menos cuidados como quienes creen haber satisfecho plenamente a Cristo cuando, bajo sus ornamentos sagrados y casi teatrales, en ceremonias donde reciben los tratamientos de beatitud, de reverencia y de santidad, representan su papel de obispos distribuyendo anatemas y bendiciones.

Ellos consideran que hacer milagros es arcaico y pasado de moda, y en desuso, además; que enseñar al pueblo es penoso; que explicar las Sagradas Escrituras es cosa de escolásticos; que rezar es de gentes sin trabajo; que llorar es de apocados y de mujeres; que vivir pobre es propio de plebeyos; que someterse es vergonzoso e indigno de aquel que apenas tolera a los más grandes reyes que le besen sus santos pies; que morir es poco apetecible, y que ser crucificado es infamante. Como únicas armas les quedan a los papas esas dulces bendiciones de que habla San Pablo y que ellos prodigan con tanta liberalidad, y que se llaman interdicciones, suspensiones, agravaciones y reagravaciones, anatemas, conminaciones con venganzas eternas, y ese terrible rayo de la excomunión, que de un solo golpe precipita las almas de los mortales en lo más hondo de los infiernos, arma que los santísimos padres en Cristo, sus vicarios en la tierra, contra nadie esgrimen con tanto encono como contra aquellos que, tentados por Satanás, pretenden disminuir o roer un poco el patrimonio de San Pedro. Porque este Apóstol, que ha dicho, según el Evangelio: “Todo lo hemos dejado para seguirte", posee hoy tierras, ciudades y

vasallos; cobra impuestos y vive a lo señor feudal. Para conservar su patrimonio, los pontífices, inflamados en el amor de Cristo, combaten con el hierro y con el fuego, vertiendo a mares la sangre cristiana, y piensan que han defendido como apóstoles a la Iglesia, Esposa de Cristo, cuando han exterminado sin piedad a los que llaman sus enemigos. ¡Como si hubiese enemigos más encarnizados de la Iglesia que esos impíos pontífices, que con su silencio dejan olvidar a Cristo, trafican vergonzosamente en su nombre, adulteran su ley con forzadas interpretaciones y crucifícanlo de nuevo con su escandalosa conducta!

Mas, como dicen que la Iglesia cristiana fué fundada con sangre, consolidada con sangre y aumentada con sangre, creen ser sus defensores llevándolo todo a sangre y fuego, como si no estuviera allí Cristo para proteger a los suyos.

Y a pesar de que saben que la guerra es una cosa tan cruel que más bien que a los hombres conviene a las fieras; tan insensata, que los poetas la pintan como un engendro de las Furias; tan funesta, que arrastra consigo la ruina completa de las costumbres; tan injusta, que los mayores criminales son los que la hacen mejor, y tan impía, que no guarda la menor relación con Cristo, los papas, no obstante, lo descuidan todo para convertirla en su única ocupación.

De aquí que se vean entre ellos, viejos decrépitos, animados de un vigor juvenil, que no se arredran por los gastos ni los fatigan las penalidades, y no retroceden ante nada con tal de darse el gustazo de trastornar de arriba abajo las leyes, la religión, lapaz y la humanidad entera. Y no faltan eruditos aduladores que califican tan manifiesta insensatez de celo, de piedad y de valor, pensando demostrar que es posible esgrimir el hierro asesino y hundirlo en las entrañas de su hermano, sin dejar de guardar al mismo tiempo aquella excelsa caridad que, según el precepto de Cristo, debe al prójimo todo cristiano.


CAPITULO LX


l) Los obispos germánicos


En verdad que hasta ahora no he podido saber con certeza si en estas cosas imitaron el ejemplo de algunos obispos de Alemania, o éstos lo siguieron de aquéllos, pues tales obispos, prescindiendo con admirable candor del culto, de las bendiciones y demás ceremonias de este jaez, viven como verdaderos sátrapas, hasta el extremo de que consideran poco menos que una cobardía y poco digno del decoro episcopal entregar a Dios su espíritu valeroso de otro modo que en un campo de batalla. Lo peor es que los simples sacerdotes creen no ser lícito desdecir del santo arrojo de sus prelados, y, ¡vamos!, qué bien luchan, inflamados en un bélico ardor, por la defensa de sus diezmos con espadas, dardos, piedras y con toda clase de armas! ¡Qué vista de águila demuestran cuando se trata de descubrir en un viejo pergamino una cosa que pueda aterrar a las gentes sencillas y convencerlas de

que deben pagar algo más que los diezmos! Pero, mientras tanto, no se acuerdan de recordar lo que tantas veces se lee en libros sobre los deberes que ellos, a su vez, tienen para con el pueblo, pues su tonsura ni siquiera les sirve para recordarles que los sacerdotes deben estar libres de las ambiciones del mundo y no pensar más que en las cosas del cielo.


Sin embargo, hombres de buena pasta, imagínanse que han cumplido perfectamente sus deberes una vez que han murmurado sus rezos de cualquier modo, si bien me extraña, ¡por Hércules!, que algún dios los oiga o los entienda, puesto que ellos mismos casi ni les entienden ni los oyen ni siquiera cuando al cantarlos, relinchan a voz en cuello.


Pero hay una cosa que les es común a los sacerdotes y a los laicos, que es la exquisita solicitud con que cuidan de la hacienda, y el conocimiento de los derechos que en tal respecto les asisten; en cambio, si hay que soportar alguna carga, déjanla caer hábilmente sobre las espaldas ajenas, y unos a otros se la van echando como si fuera una pelota. Porque de la misma manera

que los reyes delegan los asuntos de la administración en sus ministros, y éstos en sus subordinados, así también los sacerdotes, sin duda por exceso de modestia, dejan al pueblo todo el cuidado de honrar a Dios; pero el pueblo los rechaza sobre los llamados eclesiásticos, como si él no tuviera nada que ver con la Iglesia y fuesen papel mojado las promesas hechas en el bautismo. A su vez, los sacerdotes llamados seculares, cual si estuvieran iniciados en las cosas del mundo y no en las de Cristo, echan el mochuelo a los regulares; los regulares, a los frailes; los frailes, anchos de manga, a los que hilan más delgado; todos a la vez a los mendicantes, y los mendicantes a los cartujos, entre los cuales se oculta únicamente la piedad, y tan bien oculta, por cierto, que no se la ve por ninguna parte.


De la misma suerte, los pontífices, diligentísimos en la recaudación de dinero, dejan a los obispos todos los trabajos demasiado apostólicos; los obispos los dejan a los párrocos; los párrocos, a los vicarios; los vicarios, a los frailes mendicantes, y éstos, a su vez, los ponen en manos de quienes entienden el oficio de trasquilar a las ovejas.

Pero no entra en mis planes escrutar la vida de los pontífices y de los sacerdotes, no vaya a creer alguno que estoy urdiendo una sátira en lugar de hacer un elogio, ni vaya nadie a suponer que critico a los príncipes buenos alabando a los malos. Pero cuanto llevo dicho, aunque en pocas palabras, tiende a hacer ver con toda claridad que no existe ningún mortal que pueda vivir dichoso si no está iniciado en mis misterios y no cuenta con mi protección.

CAPITULO LXI

La fortuna favorece a los necios

Y cómo podría suceder de otra manera, puesto que la Fortuna (esa Némesis), que siembra la felicidad entre los humanos, comparte mis sentimientos de tal modo, que siempre ha sido la enemiga implacable de los sabios, mientras que ha colmado de toda clase de beneficios a los necios, hasta en sueños? Ya conocéis a Timoteo, aquel general ateniense que recibió el sobrenombre de Dichoso y que dió origen al proverbio: “Dormir y la red henchir". Conocéis también el otro: “Nacer de pie". Por el contrario, a los sabios les cuadra mejor lo que llama el pueblo “Ha nacido con mala estrella", o bien: “Ha montado en el caballo de Seyo", o este otro: “Su oro es de Tolosa". Pero basta de adagios, no sea que se diga de mí que estoy expoliando la colección de mi amigo Erasmo.

Tornando, pues, al asunto, decía que la Fortuna gusta de las personas poco sensatas, de las más atrevidas y de las devotas de aquella frase: “La suerte está echada". La sabiduría, en cambio, hace a los hombres extremadamente tímidos, y por esto vemos que la generalidad de los sabios están pobres, hambrientos y consumidos, y viven en el olvido, en la oscuridad y sin gloria, en tanto que mis necios rebosan de escudos, participan en la gobernación del Estado y, en una palabra, gozan de todas las ventajas posibles. Porque, en verdad, si alguien hace consistir la dicha en convertirse en el favorito de los príncipes y en frecuentar el trato con estos opulentos dioses, ¿qué le será más inútil que sabiduría? Es más: ¿qué le perjudicaría tanto en el concepto de tales gentes? Si se trata de adquirir riquezas, ¿qué ganancia puede esperar el comerciante que, consecuente con los preceptos de la sabiduría, se alarmara por un perjurio o se avergonzara de decir una mentira, o experimentase con los sabios angustias o el menor escrúpulo ante el robo y la usura? Por la misma razón, si ambicionáis las riquezas y los honores eclesiásticos, sabed que un asno o un buey los alcanzará antes que un sabio; si amáis el placer, no debéis olvidar que las mozas, que en tal comedia representan el principal papel, se entregan de todo corazón a los necios; en cambio, sienten horror hacia el sabio y huyen de él como de un escorpión. En fin, el que quiere vivir con un poco de deleite y de alegría comienza por excluir al sabio de su compañía y por preferir cualquier otro animal.

En resumidas cuentas, que adondequiera que volváis los ojos veréis que los papas, los reyes, los jueces, los magistrados, los amigos, los enemigos, los grandes y los pequeños, todos, en fin, se desviven por el dinero, que, como es despreciado por los sabios, es lógico que se aparte de ellos constantemente.

Aunque mis alabanzas no tendrían término ni cuento, es necesario, sin embargo, que este discurso tenga un fin. Voy, pues, a concluir; pero antes quiero demostrar en pocas palabras que no faltan sesudos autores que me han celebrado en sus libros y en sus actos; de esta suerte no se dirá que soy yo sola la que alabo neciamente, ni me acusarán los leguleyos de que no alego en mi apoyo las consabidas autoridades. A imitación suya, pues, voy a citarlas, aunque también a ejemplo suyo no tenga nada que ver con el asunto.

CAPITULO LXII

Testimonios de los antiguos clásicos en favor de la Necedad: Horacio, Homero, Cicerón

En primer lugar, todo el mundo sabe, gracias a un conocidísimo proverbio, que “a falta de una cosa, conviene aparentar que se tiene". En virtud de este principio, se enseña cuerdamente a los niños esta máxima: “Hacerse el tonto en la ocasión es el colmo de la sabiduría". ¡Juzgad ya vosotros mismos

si la necedad será un gran bien, cuando hasta su engañosa sombra y mera imitación ha merecido de los doctos tantos encomios!

Horacio, aquel grueso y rozagante cerdo de la piara de Epicuro, se expresa todavía con franqueza, cuando aconseja que “se mezcle la necedad con la sabiduría", aunque, añade, no con mucho acierto, que “en pequeña proporción". En otra parte dice que “es agradable tontear de cuando en cuando", y agrega en otro pasaje que “es preferible pasar por extravagante y por menguado, que no por sabio desabrido". Ya en Homero, Telémaco, a quien el poeta ensalza en todos respectos, es apellidado algunas veces párvulo, que es con el que los trágicos suelen denominar con gusto a los niños y a los jóvenes, como cosa de buen augurio. ¿Qué relata, en resumidas cuentas, el divino poema de la Ilíada sino las pasiones de los reyes y de los pueblos necios? Por último, ¿qué elogio hay más hermoso que el de Cicerón, cuando dice que ``el mundo está lleno de necios", sabido, como es, que el mayor bien es el que se extiende a mayor número de personas?

CAPITULO LXIII

Testimonios de la Sagrada Escritura en apoyo de la Necedad

Como quizá los textos que acabo de citar tengan poca autoridad para los cristianos, voy también, si no os parece mal, a apoyar o ---como dicen los sabios--- a fundamentar mis alabanzas con testimonios sacados de las Sagradas Escrituras. En primer lugar, cuento con la venia de los teólogos, para que no lo vean con malos ojos; después, como emprendo una ardua tarea, y como acaso fuese excesivo volver a evocar a las musas desde el Helicón, obligándolas a andar un camino tan largo, sobre todo para un asunto que les es completamente extraño, pienso que es mejor, mientras voy a dármelas de teóloga y a meterme en semejante berenjenal, desear que al alma de Escoto ---más espinosa que un

puerco espín y que un erizo--- se traslade por un momento desde su Sorbona a mi espíritu, aunque en seguida se marche adondequiera, incluso a los mismísimos infiernos. ¡Ojalá yo pudiera cambiar de rostro y revestirme de las insignias teológicas! Porque estoy temiendo que al verme entregada a tan profundas teologías, alguien me acuse de plagio y sospeche que, a la chita callando, he saqueado los manuscritos de nuestros maestros. No obstante, no debe parecer asombroso que habiendo vivido por tanto tiempo en la intimidad de los teólogos, se me haya pegado algo de su ciencia. Recuérdese que Príapo, aquel dios de madera de higuera, llegó a retener algunas palabras griegas que escuchaba a su dueño mientras leía, y que el gallo de Luciano, a fuerza de frecuentar el trato de los hombres, acabó por hablar tan bien como ellos. Entremos, pues, en materia, y que los dioses me sean propicios.

Escríbese en el Eclesiastés, capítulo I: “Infinito es el número de los necios". Al decir que es infinito, ¿no se indica a todos los mortales, a excepción de algunos pocos, entre los cuales tampoco me atrevería a señalar a ninguno? Pero Jeremías confirma lo mismo con más sinceridad cuando dice, en el capítulo X: “Todo hombre se ha vuelto necio por su propia sabiduría". Solamente a Dios atribuye la sabiduría y deja la necedad a todos los hombres. Un poco antes había dicho que no debe gloriarse el hombre de su sabiduría. ¿Por qué, incomparable Jeremías, no quieres que el hombre se glorifique de su sabiduría? Sin duda, habrías de contestarme que es por la sencilla razón de que no hay tal sabiduría.

Pero vuelvo al Eclesiastés, en el cual, cuando se exclama: “Vanidad de vanidades y todo vanidad", ¿qué otra cosa creéis que entiende, sino que, como dije antes, la vida humana no es más que un juego de la necedad, lo cual plenamente justifica el elogio de Cicerón, de quien es la frase nunca bastante ponderada que hace poco mencionamos: “El mundo está lleno de necios"? Asimismo, aquel sabio del Eclesiástico, al decir que “el necio es variable como la luna, y el sabio es estable como el sol", ¿qué insinúa sino que todo el género humano es necio, y que sólo a Dios corresponde el nombre de sabio? Pues, en efecto, por la luna entienden los intérpretes la naturaleza humana, y por el sol la fuente de toda luz, Dios. A todo esto hay que añadir que el mismo Cristo dice en el Evangelio que no se conceda el título de bueno más que a Dios. Ahora bien: si, según la opinión de los estoicos, todo el que noes sabio es necio y todo el que es bueno es también sabio, sesigue necesariamente que la necedad comprende a todos losmortales.

Salomón, en el capítulo XV, afirma que “la necedad es la alegría del necio", lo cual equivale a confesar claramente que sin la necedad no hay nada agradable en la vida. Del mismo Salomón son también las palabras siguientes: "Quien añade ciencia, añade dolor, y en una gran inteligencia siempre hay grandes sufrimientos". ¿Acaso no declara abiertamente lo mismo dicho regio predicador en el capítulo VII, al decir que “la tristeza reside en el corazón de los sabios y la alegría en el de los necios"? Y por esta razón no se contentó Salomón con aprender la sabiduría, sino que quiso también cultivar mí trato, y si no me creéis, escuchad sus propias palabras en el capítulo I: “Y me apliqué a conocer la ciencia y la doctrina, los errores y la necedad". Notad bien que es una alabanza para a locura el que se la coloque en último lugar, pues bien sabéis que, según el Eclesiastés, y conforme al ritual de la Iglesia, el que es primero en dignidad debe ocupar el último sitio, si se acuerda y quiere observar el precepto evangélico.

Respecto a la superioridad de la necedad sobre la sabiduría, el autor del Eclesiástico, sea quien fuere, lo atestigua de un modo inconcuso en el capítulo XLIV. Mas, ¡por Hércules!, que no he de citar sus palabras sin que antes vosotros mismos, ayudándome en

esta inducción, me respondáis claramente a una pregunta, de la misma manera que hacían en los diálogos de Platón los que discutían con Sócrates. Decidme, pues: ¿ qué es lo que más importa guardar, un objeto raro y precioso o un objeto vulgar y de poco valor? Mas ¿por qué calláis? Pues aunque no queráis responder, contesta por vosotros el proverbio griego que dice: “El cántaro a la puerta". Y para que nadie cometa la irreverencia de rechazarlo, sépase que quien lo dijo fue Aristóteles, el dios de nuestros maestros. En efecto, ¿acaso hay entre vosotros alguno tan necio que deje en la calle las joyas y el oro? Me figuro que no, ¡por Hércules!; por el contrario, los encerráis en el rincón más oculto de vuestro cofre y en el lugar más secreto de vuestra casa, y dejáis la basura en la calle. Luego si lo que vale mucho se esconde y lo que vale poco se expone a todas las miradas, ¿no es evidente que

nuestro autor pone la sabiduría, que él prohibe ocultar, por debajo de la necedad, que él recomienda que se oculte? Pues he aquí los propios términos del testimonio que invoco: “Vale más el hombre que esconde su necedad que el que esconde su sabiduría".

Es más: las Sagradas Escrituras atribuyen al necio la pureza del alma, y no al sabio, que a nadie consiente le iguale. En verdad, así explico este pasaje del capítulo X del Eclesiastés. “El necio, como es ignorante, a todos los que encuentra en su camino los cree también necios". ¿Por ventura, puede darse mayor sencillez que la de igualar a todos los hombres consigo mismo y la

de reconocer en ellos, a pesar del amor propio natural a cada individuo, el mismo mérito que uno tiene? Por esta razón no se avergonzaba un tan gran rey como Salomón de semejante sobrenombre al llamarse a sí mismo, en el capítulo XXX de los Proverbios, “el más necio de los hombres", y por la misma causa, San Pablo, el doctor de los gentiles, escribiendo a los Corintios, acepta con gusto el título de necio al decir “que hablaba como el mayor de los necios", como si estimase punto menos que deshonroso que alguien le ganara en necedad.

Pero he aquí que me salen al paso algunos helenistillas, de esos que andan siempre con cien ojos a caza de gazapos, y emplean todo el tiempo en poner reparos a los teólogos y en desorientar a los demás en sus comentarios, que son como un velo que ofusca la vista, y de cuya grey mi querido Erasmo, a quien tantas veces menciono con respeto, es, ya que no el alfa, por lo menos la beta. “¡Oh ---exclaman ellos---, qué cita más necia y verdaderamente digna de la Necedad!" Nada estaba más lejos de la mente del apóstol que lo que tú imaginas, ni tampoco quiso dar a entender con esa frase que se tenía por más necio que los demás, porque después de haber dicho que los apóstoles eran ministros de Cristo y que él también lo era, no contento con manifestar que tenía a honra el haberse igualado a los demás, aún añadió a guisa de corrección : “Y lo soy más que nadie", estimándose, no solamente igual a los otros apóstoles en el celo del ministerio evangélico, sino un poco superior. Ahora bien: como él lo sentía así, y deseando, no obstante, que esta verdad no ofendiese a nadie por demasiado atrevida, se cubre con el manto de la necedad. “Hablo como poco entendido", agrega, sabiendo muy bien que sólo los necios gozan del privilegio de decir la verdad sin ofender a nadie.

Yo les dejo que disputen sobre lo que San Pablo pensase al escribir tales palabras. Por lo que a mí toca, opto por seguir a los magnos, orondos, mantecosos y popularísimos teólogos, con los cuales prefieren errar, ¡vive Jove!, la mayoría de los doctores, a

acertar con esos sabios trilingües, pues ninguno de estos helenizantes hace más de lo que puedan hacer las cotorras y, singularmente, cierto glorioso teólogo, cuyo nombre creo prudente callar por temor a que mis loros le lancen en seguida el epigrama griego que habla de “El asno de la lira"[xv]. Este sabio, digo, explicó el pasaje en cuestión magistral y teológicamente, y al llegar a esta frase: “Hablo a lo necio porque lo soy más que nadie", hace capítulo aparte, y añade una nueva sección (lo cual supone una profunda dialéctica) para interpretar el texto de este modo, y copio sus propias palabras, no sólo en el fondo, sino en la forma: “¡Hablo a lo necio; es decir, si os parezco necio porque me comparo a los falsos apóstoles, más os lo pareceré todavía al preferirme a ellos". Tras de lo cual, sin cuidarse más de su explicación, escúrrese bonitamente a hablar de otra materia.

CAPITULO LXIV

Continúa la misma materia. Falsos intérpretes de las palabras de la Sagrada Escritura

Pero ¿por qué apoyarme escuetamente en el ejemplo de uno solo? Pues todos saben que los teólogos tienen el derecho de estirar la suela, es decir, las Sagradas Escrituras, a su antojo; por eso algunas frases de los escritos de San Pablo ofrecen contradicciones que no existen en el original. Si hemos de creer a San Jerónimo, que hablaba cinco lenguas, cuando el Apóstol vio por

casualidad en Atenas un ara votiva, tergiversó su inscripción para sacar de ella un argumento en favor de la fe cristiana, ya que, prescindiendo de todo lo que podía estorbarle para su causa, quedóse solamente con las dos palabras finales, a saber: Ignoto Deo, que quiere decir: “Al Dios desconocido". Pero aun estas mismas estaban alteradas, porque la inscripción íntegra decía así: “A los dioses de Asia, de Europa y de África; a los dioses desconocidos y extranjeros". Supongo que, a ejemplo suyo, se ha generalizado entre los teólogos la costumbre de rebuscar cuatro o cinco textos de una obra que, cuando les conviene, y aunque sea forzando su sentido, los acomodan a sus necesidades, aunque lo que siga o lo que preceda no guarde relación alguna con el asunto, y a veces hasta lo contradiga, cosa que los teólogos hacen con tan hábil desvergüenza, que no pocas veces los juriconsultos les han tomado envidia.

Nada hay ya, en verdad, a que no se atrevan, después que el ilustre... (por poco se me escapa su nombre, pero me arredra de nuevo el proverbio griego) dio a las palabras de San Lucas un sentido que se acomoda tanto con el espíritu de Cristo como el fuego con el agua. El caso es el siguiente: sabido es que cuando amenaza un grave peligro, los buenos vasallos suelen unirse de modo más estrecho con sus señores, convencidos de la fuerza que tiene el luchar juntos, y por eso Cristo, queriendo acostumbrar a sus discípulos a que arrancasen de su espíritu la confianza en el auxilio ajeno, preguntóles si les había faltado alguna cosa desde que los había enviado a predicar el Evangelio, tan sin ningún viático, que ni los proveyó de calzado contra las espinas y las piedras del camino, ni de alforjas contra el hambre; y como le respondiesen que nada les había faltado, añadió: “Pues ahora, quien tenga un saco, déjelo; y quien tenga alforjas, déjelas también; y el que nada tenga, venda su túnica y compre una espada". Como toda la doctrina de Cristo no tiende a incluir otra cosa que la mansedumbre, la tolerancia y el desprecio de la vida, ¿quién no comprende que en este pasaje quiso el Maestro desarmar de tal manera a sus enviados que les recomienda que se despojen, no solamente de su calzado y de su bolsa, sino también de su túnica, y así desnudos y enteramente desembarazados, emprendan la predicación del Evangelio, sin prevenirse de otra cosa que de una espada, pero no de aquella de que se arman los ladrones y los asesinos, sino de la espada espiritual que penetra hasta el fondo de los corazones y que de tal suerte corta en ellos todas las pasiones, que no deja en el corazón otro sentimiento que el de la piedad?

Pues bien: ved ahora de qué manera tuerce este texto el famoso teólogo de que hablamos. La espada significa, a su juicio, la defensa contra las persecuciones, y el talego, la merienda para el camino; como si Cristo, cambiando de parecer al ver que enviaba a sus apóstoles con una provisión poco espléndida, se retractara de su anterior doctrina; como si olvidando lo que les había dicho: “Que serían bien aventurados sufriendo ultrajes, afrentas y suplicios; que debían resistir al mal; que la felicidad era el premio de la mansedumbre y no de la cólera, y, en fin, que debían tomar por modelo a los pájaros y a los lirios"; como si olvidando todo esto, repito, estuvieran ahora tan lejos de querer que

partiesen sin espada, que les mandaba vender su túnica para comprarla, y que prefería que fuesen completamente desnudos antes que sin esa arma al cinto. Del mismo modo, pues, que nuestro teólogo comprende bajo el nombre de espada todos los medios de rechazar la agresión, así también entiende por la palabra bolsa todo lo que se refiere a la necesidad de la vida. Y así, este intérprete de la palabra divina envía a los apóstoles armados de lanzas, ballestas, hondas y bombardas para predicar a un Dios crucificado, y al mismo tiempo los carga de cestas, de maletas y de provisiones, sin duda para no exponerse a salir de la posada con el estómago vacío.

Nuestro hombre no piensa que esa espada, cuya adquisición tanto recomendó Jesucristo, fue precisamente la que El censuró, ordenando en otra parte que fuese en seguida devuelta a la vaina, y que nunca se ha oído decir que los apóstoles usasen espadas o escudos contra las violencias de los paganos, como las hubieran usado si Cristo hubiera tenido las intenciones que le atribuye este comentarista.

Hay también otro doctor, y de bastante fama, cuyo nombre callaré por o respeto[xvi], que en aquellas pieles de que nos habla Habacuc, con las que hacían sus tiendas los madianitas, y en el texto que dice: “Las tiendas de piel de los madianitas serán confundidas", ve una alusión a la piel de San Bartolomé, que, como todos saben, fue desollado vivo.

Yo misma asistí, hace poco, a una disputa teológica, según lo hago con frecuencia. Preguntó uno cuál era el texto de las Sagradas Escrituras que mandaba reducir (vencer) a, los herejes por el fuego, en vez de convencerlos por la discusión. Un viejo de severo semblante, y cuyo entrecejo revelaba claramente a un teólogo, respondió con gran vehemencia que el Apóstol San Pedro había dictado esta ley cuando dijo: “Evita (devita) el juntarte con el hereje, después que se ha corregido varias veces"; y como dichas palabras las repitiese muchas veces en el mismo tono estentóreo y muchos se preguntasen ya qué demonios le pasaba a aquel hombre, acabó por explicar que al herético había que separarle “de la vida" (de vita). Algunos soltaron la carcajada; no faltaron otros que encontraron el comentario completamente teológico, y otros, en fin, protestaron a grandes voces. Entonces se levantó uno de los más conspicuos, un Tenedios, como suelen llamar, un doctor irrefragable, y dijo: “Escuchadme. Escrito está que no ha de tolerarse que viva el malvado; es así, que todo hereje es malvado; Ergo, etc." Todos los concurrentes se quedaron maravillados del genio de este hombre, y aprobaron con un palmo de boca abierta, como papanatas, su luminoso argumento, sin que a ninguno le viniese a las mientes que en el precepto mencionado la palabra malvado se refiere a los brujos, a los encantadores y a los magos, a quienes los hebreos llaman en su lengua mekaschephim ([xvii]), que significa malhechores, porque de otro modo habría que castigar también con la pena de muerte a los borrachos y a los lascivos.

CAPITULO LXV

Continúa la misma materia. Elogios de San Pablo a la Necedad. Ídem del evangelio

Necia sería, en verdad, si me propusiese enumerar semejantes tonterías, tan innumerables, que no bastarían, para contenerlas todas, los volúmenes de Crisipo y de Didimo. Unicamante querría hacer constar que, puesto que estos divinos maestros se han tomado tales libertades, yo también, que soy una teóloga de poco más o poco menos, tengo algún derecho a la indulgencia si todas mis citas no son rigurosamente exactas. Vuelvo, pues, a San Pablo.

“Soportad con gusto a los ignorantes", dice en un pasaje hablando de sí mismo. Y añade: “Yo no hablo según Dios, sino como sumido en la ignorancia". Y de nuevo en otro lugar: “Nosotros somos necios por Cristo". Ya veis cuán fervientes elogios le merece la necedad a este autor egregio. Es más: la recomienda francamente como una cosa muy necesaria y de la mayor utilidad. “El que de vosotros ---dice--- se crea sabio, se vuelva necio para que sea sabio". Y en San Lucas se escribe que Jesús llamó necios a los dos discípulos que encontró en el camino de Emaús. Lo que todavía parecerá más asombroso es que San Pablo, aun al mismo Dios, le atribuye cierto género de necedad, al decir que “la necedad de Dios vale más que la sabiduría de los hombres", si bien Orígenes, interpretando este lugar, arguye que tal necedad no puede tener la menor analogía con el concepto de la necedad humana, y lo mismo dice de este otro texto: “El misterio de la Cruz es ciertamente una necedad para los que se condenan".

Mas ¿para qué he de cansarme vanamente en seguida alegando testimonios en apoyo de mi tesis, cuando en los sagrados Salmos leemos que Cristo, hablando con su Padre, le dice: “Tú conoces mi ignorancia"?

No es, en verdad, extraño que Dios sintiese tanta predilección por los necios; y, a mi juicio, tuvo para ello la misma razón que la que asiste a los grandes reyes para que les sean sospechosos y aborrecibles los hombres demasiado sensatos, como le sucedió a Julio César con Bruto y Casio (en tanto que de aquel borrachín de Marco Antonio nada recelaba), a Nerón con Séneca y a Dionisio con Platón. En cambio, agrádanles los espíritus rudos y simples, y así, Cristo detestó y condenó constantemente a esos “sabios" que se ufanan de su sabiduría, como claramente lo atestigua San Pablo con estas palabras; “Dios ha elegido lo que el mundo tiene por necio"; y con estas otras: “A Dios le plugo salvar al mundo por la necedad", ya que por la sabiduría no podía ser regenerado. El mismo Dios lo declara manifiestamente cuando exclama por boca del profeta: “Yo confundiré la sabiduría de los sabios y reprobaré la ciencia de los doctos", y cuando da gracias porque habiendo escondido a los sabios el misterio de la salvación, lo reveló a los pequeños, es decir, a los necios, pues en griego la palabra párvulo (νήπιος) significa lo contrario de la palabra sabio (σοφός).

Esto nos explica cómo en el Evangelio se ataca repetidamente a los fariseos, a los escribas y a los doctores de la ley, mientras que a los indoctos se los defiende a capa y espada. Porque ¿qué otra cosa significan estas palabras: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos!", sino “¡Ay de vosotros, sabios!"? En cambio, los rapaces, las mujeres y los pecadores eran los seres que Jesucristo

acogía con mayor cariño; y hasta entre los animales prefería aquellos que se apartan más de la astucia, de la zorra. Por eso eligió un asno por cabalgadura Aquel que, de quererlo así, hubiera podido montar sobre el lomo de un león sin riesgo alguno; por eso el Espíritu Santo descendió en figura de paloma y no en la de un águila o milano; por eso en las Sagradas Escrituras se hace mención a cada paso de los ciervos, corzos y corderos, y por eso Jesús llama ovejas suyas a los que destina a la vida eterna, pues ciertamente que no hay otro animal de mayor simplicidad, como lo demuestra el que, según Aristóteles, la frase cabeza de borrego, tomada de la estupidez de esta bestia, suele dirigirse como una injuria a los imbéciles y a los cortos de luces, y, sin embargo, éstos son los que forman el rebaño del que Cristo se dice pastor; a quien también le agradaba el nombre de cordero, puesto que San Juan Bautista le anunció con las palabras: “He aquí el Cordero de Dios", que aparece también después en muchos lugares del Apocalipsis.

¿Qué otra cosa significa todo esto, sino que todos los hombres, aun los más santos, son necios, y que el mismo Cristo, aun siendo la sabiduría del Padre, se hizo en cierto modo necio para remediar la necedad de los hombres, cuando tomando naturaleza humana se revistió de carne mortal, de la propia suerte que se transformó en el pecado para redimir el pecado? Y no quiso valerse de otros medios de reducción que de la necedad de la cruz, de apóstoles torpes y rústicos a quienes recomienda cuidadosamente la necedad, que huyan de la sabiduría, presentándoles como ejemplo a los niños, a los lirios, al grano de mostaza y a los pajarillos, seres todos estúpidos que carecen de inteligencia y que viven solamente guiados por la Naturaleza, libres de artificios y de cuidados, amonestándolos, además, a que no se preocupasen de las palabras que hubiesen de responder delante de los tribunales, y vedándoles, en fin, reparar ni en los tiempos ni en las ocasiones, para que no confiasen en su propia sabiduría, sino que pusieran en El toda su esperanza. Por el mismo motivo, Dios, gran arquitecto del Universo, prohibió que se gustase del árbol de la Ciencia, cual si ésta fuera el veneno de la felicidad, y también San Pablo la condenó abiertamente como un manantial de orgullo y maldad, siguiendo la idea que, a mi juicio, inspiró a San Bernardo, cuando a aquella montaña sobre la cual plantó sus reales Lucifer la llamó montaña de la ciencia.

Tampoco hay que omitir aquel otro argumento en pro de la necedad, a saber, que goza de los favores del Cielo, ya que éste sólo a ella concede el perdón de las faltas, que niega al sabio, y de aquí que todo el que pide perdón por una falta, aunque la haya cometido conscientemente, se sirva del manto y de la protección de la necedad. Así, Aarón, según el libro de los Números, si mal no recuerdo, implora a Moisés el perdón de su hermana en estos términos: “Os suplico, Señor, que no nos tomes en cuenta este pecado, porque obramos neciamente"; Saúl pide también misericordia a David diciendo: “Parece que me he conducido neciamente", y el mismo David, a su vez, apacigua así al Señor: “Os ruego, Señor, que no tengáis en cuenta mi iniquidad, porque he procedido como un

necio", como si no pudiera obtener el perdón sin invocar para ello la necedad y la ignorancia. Pero una prueba más decisiva es que cuando Cristo en la cruz pidió por sus enemigos, exclamando: “¡Padre mío, perdónalos!", no alegó mejor excusa que su ignorancia al añadir: “porque no saben lo que hacen". San Pablo escribía en el mismo sentido a Timoteo: “Si he alcanzado la misericordia de Dios, es porque he obrado por ignorancia en mi incredulidad". ¿Qué significa la frase he obrado por ignorancia, sino que obró por necedad y no por maldad? ¿Y qué otra cosa quiere decir con las palabras si he alcanzado la misericordia, sino que no la hubiera obtenido sin recurrir a la protección de la necedad? El Salmista, de quien no me acordé citarlo en su sitio, confirma también mi opinión cuando dice al Señor: “No os acordéis de los pecados de mi juventud ni de mis errores". ¡Ved con qué dos motivos se disculpa!: la juventud, de la que soy yo, por lo general, constante compañera, y los errores, cuyo número considerable nos revela la fuerza incontrastable de la necedad.

CAPITULO LXVI

Afinidad de la religión cristiana con la Necedad

Y ya, para que esto no sea el cuento de nunca acabar, y abriendo mi discurso, diré que parece evidente que la religión cristiana guarda cierta afinidad con la necedad, y que, en cambio, se aviene muy poco con la sabiduría. Si queréis una prueba de ello, notad primeramente que los niños, los viejos, las mujeres y los tontos gustan grandemente de las cosas religiosas y de las ceremonias del culto, y por eso están siempre cerca de los altares, llevados tan sólo de su natural inclinación. Ved, además, que los fundadores de esta religión fueron hombres simplicísimos y enemigos acérrimos del saber. Y por último, fijaos en que no hay necios que hagan mayores extravagancias que aquellos a quienes el ardor de la piedad cristiana los embarga por completo, pues los vemos malversar sus bienes, despreciar las injurias, sufrir los engaños, no distinguir entre amigos y enemigos, aborrecer los deleites, complacerse en los ayunos, vigilias, lágrimas, trabajos y afrentas; estar disgustados de la vida, no desear más que la muerte; en una palabra, mostrarse como si hubiesen perdido por completo el sentido común, tal que si su alma viviera en cualquier sitio menos en su cuerpo. Ahora bien: ¿qué otra cosa es esto sino volverse loco? Por eso no hay que maravillarse de que algunos creyesen que los apóstoles estaban bebidos, ni de que el juez Festo tomase a San Pablo por un loco.

Pero ya que me he vestido con la piel de león, quiero ir hasta el fin y demostraros que la felicidad que los cristianos compran a costa de tantos sacrificios, no es más que una especie de locura y de necedad; y os ruego que no veáis en mis palabras ánimo alguno de ofender, y que atendáis más bien a la idea que encierran.

Por de pronto, sabemos que los cristianos convienen poco más o menos con los platónicos en afirmar que el alma está como sumergida en el cuerpo y sujeta por sus vínculos, y así, embarazada con la materia, no le es posible contemplar la verdad ni deleitarse en ella. Por eso define Platón la Filosofía diciendo que es “una meditación de la muerte", porque separa el alma de las cosas visibles y corpóreas, que es lo mismo que produce la muerte. Y de este modo, mientras el espíritu hace uso de los órganos del cuerpo, se dice de él que es sensato; mas cuando, rotos los lazos

que a él le ligan, intenta buscar su libertad, cual si quisiera fugarse de la prisión en que yace, entonces dicen que se ha vuelto loco. Si tal vez aquello sucede por enfermedad o por algún defecto orgánico, estos casos todo el mundo los estima como locura. Y, sin embargo, vemos a estos locos pronosticar el porvenir, conocer lenguas y ciencias que jamás habían aprendido y presentar los caracteres de una divina inspiración. Esta nace, sin duda, de que el alma, en cuanto se libera un poco del contacto del cuerpo, comienza a mostrar su virtud natural. La misma causa produce, a mi juicio, efectos semejantes en los moribundos, de tal modo, que dicen cosas tan sorprendentes, que parecen estar bajo un soplo divino. Lo propio se observa en la práctica de la piedad, pues, aunque quizá no se trate del mismo género de locura, es, sin embargo, algo tan parecido, que la mayor parte de las gentes creen que no es más que mera locura, sobre todo cuando ven a esos pobres hombres que no encuentran nada en la vida humana con lo que estén conformes; y así les suele acontecer lo que en la alegoría de Platón acontecía, si no me equivoco, a los que se hallaban encadenados dentro de la caverna contemplando las sombras de las cosas, o sea, que si por ventura se escapaba alguno de ellos, y de regreso, en el antro, aseguraba haber visto las cosas verdaderas, y que se engañaban muchos de ellos, creyendo que fuera de las vanas sombras no existía absolutamente nada, juzgábanle completamente iluso. Claro está que este sabio compadece y deplora la locura de sus camaradas, víctimas de tan grande error; pero éstos, a su vez, se ríen de él como de un visionario, y le arrojan del antro.

De la misma manera, la mayoría de los hombres admiran más las cosas cuanto más materiales son, a las que casi exclusivamente reconocen realidad positiva; por el contrario, los devotos, cuanto más se aproxima una cosa a la materia, más la desprecian y se entregan por completo a la contemplación de las cosas que son invisibles. Aquéllos, pues, dan la primacía a las riquezas, el segundo lugar a las comodidades del cuerpo, y dejan el último al espíritu, el cual, sin embargo, los más ni siquiera creen que existe, por que no se ve con los ojos. Otros, en cambio, no viven absolutamente nada más que para Dios, el ser simplicísimos por esencia, y mediante El, el alma, que es lo que por su espiritualidad tiene con El mayor semejanza. Desdeñan los cuidados del cuerpo, desprecian el dinero, apartándose de él como si fuera basura, y si se ven precisados a tratar alguna de estas cosas, lo hacen con repugnancia y disgusto, porque tienen como si no tuviesen y poseen como si no poseyesen.

Existe entre ellos una profunda diferencia en todas las cosas de la vida. Observemos primeramente lo referente a las facultades humanas, y veremos que si bien todas ellas se relacionan con el cuerpo, hay algunas, sin embargo, que son más groseras que otras, como son las del tacto, el oído, la vista, el olfato y el gusto; otras son más independientes del cuerpo, como la memoria, el entendimiento y la voluntad. Ahora bien: aquellas en que el alma concentra sus esfuerzos son las que prevalecen. Los devotos, como aplican toda la fuerza de su espíritu a lo que es más extraño a la materia, acaban por enajenarse y quedarse como atónitos, mientras que el vulgo da un gran valor a las cosas materiales y muy pequeño a las espirituales, y ésta es la causa de que algunos santos varones, según se cuenta, bebiesen aceite tomándolo por vino.

Además, entre las pasiones observamos también que hay algunas que guardan una estrecha afinidad con el cuerpo, como son la lujuria, la gula, la pereza, la ira, la soberbia y la envidia, a las que hacen los devotos una guerra implacable, al paso que la gente vulgar cree que sin ellas no se puede vivir. Hay, otrosí, ciertos sentimientos comunes y en cierto modo naturales, como el amor a la patria, el cariño a los hijos, a los padres y a los amigos, a los que el vulgo reconoce asimismo alguna importancia; pero los hombres piadosos se esfuerzan también en arrancar del alma tales sentimientos, como no sea que les sirva para elevarse a las puras regiones del espíritu, y así, por ejemplo, amarán a su padre, no como padre, porque él no engendró más que su cuerpo, si bien éste lo han recibido tanto de Dios como de él, sino como varón justo, en quien brilla el destello de la mente suprema, que es a lo que ellos llaman el Sumo Bien, asegurando que fuera de él nada hay digno de ser amado y deseado. Esta misma norma de tal modo aplícanla a todo los deberes de la vida, que si bien es cierto que no desprecian completamente todos los objetos visibles, por lo menos los ponen muy por debajo de los objetos invisibles.

Por eso dicen que hasta en los sacramentos y en los deberes de la piedad hállase un aspecto corporal y otro espiritual, y así, por ejemplo, en algunos no tiene gran importancia el abstenerse de comer carne y de cenar (que es lo que se entiende por verdadero ayuno), a no ser que al mismo tiempo repriman lo más posible sus pasiones, moderando su ira y su soberbia, a fin de que el espíritu, libre del peso del cuerpo, pueda gustar y saborear los bienes celestiales.

Así razonan también respecto de la misa, y sin desdeñar sus ceremonias, dicen, no obstante, que en sí mismas son poco útiles y hasta pueden llegar a ser perjudiciales si no se penetra por medio de ellas en lo espiritual, esto es, en lo que los símbolos visibles representan. En este sentido es saludable a los mortales el simulacro de la muerte de Cristo, la cual deben copiar en su corazón, domando, crucificando y sepultando, por decirlo así, sus pasiones a fin de resucitar a una nueva vida y formar un solo cuerpo con Cristo y con los demás cristianos. Así piensan y obran los devotos. El vulgo, por el contrario, cree que el sacrificio de la misa consiste simplemente en plantarse delante del altar, y cuanto más cerca, mejor; en oír los vozarrones de los cantores y en asistir como espectador a las ceremonias de la liturgia.

Y no solamente en estos casos, que sólo como ejemplos he citado, sino también en su vida entera huye sinceramente el devoto de aquello que se relaciona con el cuerpo, para elevarse hacia lo eterno, lo espiritual y lo invisible. Por lo cual, existiendo entre los mundanos y los devotos tan enorme discrepancia acerca de todas las cosas, resulta que, recíprocamente, se tachan de locura, aunque, en mi opinión, confieso que esta palabra, mejor que al vulgo, es a los devotos a quienes debe aplicarse.

CAPITULO LXVII

La suprema felicidad es una especie de locura. El misticismo

Lo que acabo de decir aparecerá más claro si, como os he prometido, demuestro en pocas palabras que esa suprema felicidad a que aspiran los devotos no es otra cosa que una especie de locura.

En primer lugar, advertid que ya Platón hubo de vislumbrar algo parecido cuando escribió que el delirio de los amantes era la mejor de todas las felicidades, porque el que ama ardientemente ya no vive en sí, sino en aquel a quien ama, y cuanto más se separa de sí mismo y más se acerca al otro, su gozo es mucho mayor. Pues bien: cuando el alma quiere separarse del cuerpo y ya no usa adecuadamente sus órganos, hay evidentemente delirio. De otro modo, ¿qué significan estas vulgares expresiones: no está en sí, vuelve en ti y ha vuelto en sí? Por consiguiente, cuanto más perfecto es el amor, más profundo y delicioso es el delirio. ¿Qué será, pues, esa vida de los bienaventurados, tras de la cual suspiran tan ardientemente las almas piadosas? Porque el espíritu, como más noble y poderoso, absorberá al cuerpo, y esto con tanta más facilidad cuanto que el cuerpo habrá sido preparado ya para esta transformación ayudando y haciendo penitencia. El espíritu será después absorbido en la inteligencia soberana, que le es infinitamente superior, y así, el hombre estará totalmente despojado de todo lo material, será feliz por la sencilla razón de que, puesto fuera de sí mismo, se gozará de modo inefable en ese Sumo Bien que atrae hacia sí todas las cosas. Es verdad que tal felicidad no podrá ser perfecta hasta que, reunida el alma con el cuerpo en que estuvo, goce la inmortalidad; no obstante, como la vida de los devotos no viene a ser otra cosa que una meditación, y en cierto modo una imagen de esa otra vida, son, a las veces, recompensados con una especie de goce anticipado de las delicias celestiales, que les trae algo así como el gusto y el aroma de ellas, y que, si bien no sea más que una gota pequeñísima en comparación de aquella fuente de felicidad eterna, vale más que todos los deleites del cuerpo, aunque se pusiesen juntas todas las delicias de todos los mortales. ¡Tanto aventaja lo espiritual a lo corporal y lo invisible a lo visible!

Esto es, sin duda, lo que anunció el Profeta cuando dijo: “Ni el ojo vió, ni el oído oyó, ni el corazón del hombre sintió nunca lo que Dios ha preparado para los que aman". Pero tales deliquios no son más que una parte de la necedad, que no se extingue con el tránsito de ésta a la otra vida, sino que, por el contrario, se perfecciona. A quienes les es dado experimentarlos (que son muy pocos) les acontece algo muy parecido a la locura, porque se expresan a veces

con alguna incoherencia y no como la generalidad de los demás hombres: hablan sin ton ni son y cambian bruscamente de fisonomía; ya alegres, ya abatidos, tan pronto lloran como ríen o sollozan; en una palabra, están verdaderamente fuera de sí mismos; y cuando después recobran el sentido, no saben decir dónde se encontraban, si en el cuerpo o fuera del cuerpo, despiertos o dormidos; ni recuerdan más que como a través de un sueño, entre nubes, lo que oyeron, vieron, dijeron e hicieron; únicamente saben que han sido muy felices durante este delirio, y así deploran haber recobrado la razón, por lo cual no hay nada que más deseen que enloquecer perpetuamente de este género de locura. Tal es este ligero y anticipado saborcillo de su futura felicidad.

CAPITULO LXVIII
Epílogo


Pero ya hace tiempo que me he olvidado de que estoy traspasando los límites que me había propuesto. Si os parece que me he excedido en pedantería o charlatanería, pensad que quien a vosotros se ha dirigido es la Necedad, y por añadidura, que es mujer.

Acordaos, sin embargo, al mismo tiempo, de aquel proverbio griego que dice: “Muchas veces el necio habla con cordura", a menos que creáis que esto no reza con las mujeres.

Veo que estáis esperando el epílogo; pero muy necios seríais si imaginaseis que me acuerdo de lo que he dicho, después de haberos soltado tal fárrago de palabras. Es viejo el adagio que dice:

“Odio al convidado que tiene buena memoria"; mas éste es nuevo: “Aborrezco al oyente que se acuerda de todo".

Y con esto, salud, aplaudid, vivid y bebed, ilustres partidarios de la necedad.

FIN DE “ELOGIO DE LA LOCURA"